Cuando, en 1853, el país se organizó al amparo de una Constitución, el objetivo fue, entre otros, “promover el bienestar general” y “afianzar la justicia”, tal como lo declama el Preámbulo, y así lograr que los habitantes pudiéramos convivir en paz y ejercer nuestros derechos y libertades sin perjudicar a los demás.Lo ideal sería que todos gozáramos de esos derechos sin molestarnos; pero es imposible que en una sociedad, por organizada que esté, no exista colisión de intereses entre sus integrantes, así como individuos desaprensivos que pretendan beneficios propios a costa de los intereses ajenos. Todos esos roces y conflictos propios de la convivencia humana deben ser resueltos por las autoridades designadas para ello, es decir, los jueces.Justamente cuando, en el marco de la convivencia, un individuo lesiona el derecho de un tercero, incurriendo en algunas de las conductas que el Código Penal describe expresamente, y a las que asigna una pena por considerarlas antijurídicas, nos encontramos ante la existencia de un “delito”.La Constitución nacional le asignó al Congreso de la Nación la facultad de crear figuras delictivas y de establecer sus penas, y a los jueces, la misión de aplicar esas penas a quienes incurran en las conductas delictivas descriptas por el Congreso. Pero también el constituyente dedicó un párrafo a los ámbitos en los cuales deberían cumplirse esas condenas, las cárceles, poniendo de relieve que no deben tener por objetivo castigar a los delincuentes, sino brindar seguridad a la sociedad, que gracias a ellas se vería liberada de convivir con los marginales.Ese concepto es relevante: para la Ley Suprema, las cárceles no deben tener por finalidad el castigo del reo, sino la seguridad de la comunidad afectada por aquel. Y si bien la Constitución nacional no lo dice expresamente, debe entenderse que para quienes la redactaron, en 1853, el objetivo de las cárceles sería, además, resocializar y reeducar al delincuente para que adquiriera hábitos de convivencia que le permitieran volver a vivir sanamente en comunidad. Es que si la intención de la Carta Magna es que las cárceles sirvan para beneficiar a la población, apartando de ella a los que delinquen, no tendría ningún sentido separar a los delincuentes de la sociedad y amontonarlos en aquellas, agotando allí su objetivo, porque inevitablemente, al finalizar la condena, el resentimiento y la frustración de los reos los tornarían más peligrosos para los demás. Flaco favor le haría a una comunidad una cárcel que potenciara la peligrosidad del detenido y lo devolviera en peores condiciones que aquellas en las que entró.Significa entonces que es un mandato constitucional implícito que las autoridades deben adoptar las políticas necesarias para que el aislado delincuente recupere los valores perdidos y adquiera pautas de convivencia social. Esto significa que los gobernantes, a la hora de planificar políticas tendientes a erradicar o disminuir la delincuencia, tienen que avanzar paralelamente en varios frentes.En primer lugar, es necesaria la tarea de prevención, para lo cual los gobernantes deben adoptar todas las medidas necesarias para generar trabajo, crear una red de subsidios transitorios frente a la desocupación, facilitar el acceso a viviendas dignas y a la alimentación básica, y fortalecer la presencia de agentes de seguridad en las calles. Luego es indispensable promover la educación, para preparar a los ciudadanos en el cumplimiento de las más elementales pautas de convivencia humana. En tercer lugar, es relevante que se dicten leyes severas y disuasivas para los malvivientes que perturben la convivencia social. Luego, es indispensable fortalecer el funcionamiento de la Justicia, dotándola de los recursos materiales y humanos necesarios para que los jueces puedan resolver los casos en plazos razonables; y por último, es elemental abordar la compleja problemática de la resocialización del detenido en los establecimientos carcelarios para su futura reinserción social.El derecho penal debe estar al servicio de la comunidad y no de los delincuentes que perturban la paz y la armonía social. Pues no pareciera lograrse ese fin restando autoridad y poder a los policías, desarmándolos, amedrentándolos con sentencias que, como las dictadas en el caso Chocobar, sientan precedentes nefastos para una sociedad que quiere vivir en armonía; ni difundiendo tenebrosas teorías “zaffaronianas” que propician la existencia de un derecho penal “tuerto”, contemplando solamente los intereses de los malvivientes y descuidando el objetivo del constituyente de proteger a quienes se conducen con plenos valores de convivencia. Se necesita una firme autoridad frente al flagelo de la delincuencia, pues estaremos en peligro si a la policía le es más problemático defender a la sociedad de los reos que dejarlos escapar impunemente.Abogado constitucionalista; Profesor de Derecho Constitucional UBA

Fuente: La Nación

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