Los hechos que marcan a toda la sociedad llevan una pregunta de rigor: ¿qué estaba haciendo usted en ese momento? La respuesta se corre de lo universal a lo particular, pero cuando se trata de pensar en los veinte años que transcurrieron desde el atentado a las Torres Gemelas todavía tengo reservada para mí otra pregunta antes de la respuesta. Me pregunto, entonces, en perspectiva, si era necesaria esa mañana de rush burocrático en la embajada australiana en Buenos Aires, donde la jefa de prensa del Canal Hallmark apuraba una visa que se nos había pasado de largo.Era casi el mediodía, mi vuelo partía por la noche. De Buenos Aires a San Pablo. De San Pablo a Miami. De Miami a Los Ángeles. De Los Ángeles a Sydney. De Sydney a Melbourne. En Melbourne, un Land Rover me transportaría hasta una locación, un set de filmación en el corazón de la sabana australiana donde se rodaban los capítulos de Las hermanas Mc Leod.La historia diría que la mañana del 10 de setiembre de 2001 la pasé haciendo trámites en la embajada de Australia en el barrio de Belgrano para sacar un boleto a la Tercera Guerra Mundial que no fue. Primera fila en el espectáculo dantesco que clausuró el siglo XX.Cuando el avión partiera de Miami hacia Los Ángeles, ya estaría de lleno en el nuevo día, 11 de setiembre de 2001, pero ese viaje no se completó. Porque el mundo, a esa altura de la mañana, estaba atravesando, como dicen en la tele, inconvenientes técnicos.El pasaje. Años atrás busqué el pasaje inútilmente en una cajonera atiborrada de porquerías. No lo tenía. Era un vuelo de American Airlines, el vuelo Miami-Los Ángeles, inmediatamente posterior al de la misma compañía que estrellaron contra las Twin Towers. En lugar de códigos, número de asiento y demás constataciones en la brevísima narrativa de un boarding pass, guardo imágenes confusas, aleatorias, que se fueron presentando como en un sueño.El desastre. El primer aviso fue de un radiograbador que un pasajero pegó a su oído. Escuchaba por todos. El rumor viscoso de un desastre llegó hasta las inmediaciones de mi asiento. Pero no terminaba de entenderlo bien. Hasta que la mujer rubia que viajaba al lado mío consiguió hacer contacto con su teléfono (un ancestro del smartphone). Las lágrimas le corrían por las mejillas y humectaban el plástico del móvil como gotas de rocío. “Terroristas volaron las Torres Gemelas –me dijo–. ¿Sabe lo que significa eso?”.¿Sabía?Mensaje del comandante: “Por orden de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos de América todos los vuelos quedaron suspendidos. Vamos a descender en el aeropuerto Forth Worth de Dallas, Texas. Mientras tanto se les ofrecerá una película”.Moulin Rouge era la película. Con Ewan McGregor y la australiana Nicole Kidman. En mi viaje, Australia seguía siendo un lugar en la ficción.Exit. ¿Y la vida? Con un voucher para un hotel en Dallas me quedé duro, inmóvil, como si todas las funciones hubieran terminado ahí. Diez, casi once de la mañana, en Dallas. Ningún televisor encendido en Forth Worth. Nunca pensé que la puerta de salida “exit” de un aeropuerto podía parecerse al útero materno. Era eso, no quería salir. Salir era ser: ¿qué?Refugiados. Esa misma mañana del 11 de setiembre se leyó en Buenos Aires mi crítica del disco Vespertine de Björk. “Canciones para el folclore de una futura hora cero”, escribí. ¿Esa “hora cero” se parecería a estar haciendo la plancha en la pileta de un hotel de Dallas pegado a una autopista con Vespertine en los auriculares? Había pasado un día desde que cambió el mundo. Desde que el avión se bajó; desde que en la total incertidumbre acepté sumarme a una van con “latinoamericanos”; desde que nos sirvieron un insólito buffet froid en un monasterio metodista de Arlington (Texas); desde que vimos, por primera vez, lo que todo el mundo ya había visto. Lo que Stockhausen, provocativo, llamaría en los días posteriores una “obra de arte”. Lo que para nosotros significaba la definitiva intromisión de la irrealidad en la vida.¿Nosotros? Sí, durante dos días fuimos una comunidad, un efímero pueblo de refugiados que nos encontrábamos a desayunar y a cenar para sentirnos menos estrafalarios. Tres argentinos y una venezolana. Zapping: “Amenaza de bomba en una refinería de Texas”; “Atacan vecindario árabe en Dallas”; “Anthrax”. Apenas cruzaba una avenida desangelada para caminar las góndolas de un drugstore y ya estaba de nuevo en el lobby. La llamada a Buenos Aires era como apoyar el oído en una grieta profunda; así lejanas, inalcanzables, oía a mi mujer y a mi hija, de entonces solo cuatro años. El esfuerzo para no quebrarse en la línea.Sin lugar. El día jueves 13 debió ser el del regreso a la Argentina vía Miami pero no, la puerta de embarque se cerró sin aviso previo, sin explicaciones ni pronóstico.A la medianoche, vacío, el aeropuerto de Miami adquiere una espacialidad escalofriante. Cada tanto, en el horizonte, alguien pasa el lampazo al piso, acompasando ese silencio acerado, impoluto. Sin Aerolíneas Argentinas, buscaba otra aerolínea latinoamericana que, al menos, me sacara del cielo militarizado de Estados Unidos. En TAM recomiendan despachar el equipaje primero y hacer fila a ver qué pasa. Pero no habrá lugar en ese avión (Miami-San Pablo), que además será “el último”, ya con mi valija arriba. Veinte años después repaso la secuencia posterior con incredulidad: un hada negra y buena apareció en el medio del aeropuerto vacío y sugirió que la acompañase. Y entonces vi lo que les hacen a las valijas en las entrañas de los aeropuertos. Y vi cómo rescataban mi valija azul de los delirios del destino.Disfruta. Ahora estoy parado frente a un teléfono público que en cualquier momento debería sonar, pues mi familia le ha pasado el número (del teléfono público) al gerente peruano de Hallmark que tiene a su cargo mi (no) viaje.Suena. Y a las dos y media de la madrugada sacude el cuerpo como una descarga de 120 voltios. En poco más de una hora estaré con mi valija azul recuperada, presentándome en la casa de una familia peruana de Coral Gables que hace lo imposible por brindarme una noche en paz.A las siete y media de la mañana me despierta Enrique, el de Hallmark:–Fernando, tenemos un tornado.En la autopista el auto se mueve como un kayak en un rápido. En American Airlines dirán después que no hay vuelos ni ese día ni el siguiente y ya, casi, me siento un inmigrante. Hallmark me aloja en el piso 10 del hotel Loews de Miami Beach, pleno distrito art decó. Todo pago.–Pásala bien. Alquílate un auto, ve a pasear en helicóptero, come lo que quieras, invita a tus amigos, disfruta…Me dice Enrique. Maybe…Noticiero. Conozco una pareja de argentinos, periodistas, que viven en la otra punta de la ciudad. Paseamos por una avenida Collins vacía; conseguimos mesa en cualquier restaurante de moda pues nadie está saliendo a hacer nada que no sea atiborrarse de provisiones en el supermercado; bebemos; reímos. Yo, cada tanto, cuando hablo de Buenos Aires me quiebro y lloro. Llevo cinco días varado.Cuando bajo a la playa privada del Loews, el horizonte me regala la visión de una fila de buques de guerra. En el lobby, a la noche, hay show en vivo. Una chica canta standards con la mirada desviada hacia el monitor con la CNN. Los que se supone que deberían mirarla y escucharla no lo hacen. El noticiero es el artista.Hogar. El departamento de Javier y Silvia tiene un ventanal que da a la perspectiva tropical de los canales de Florida. Ellos tienen DVD, una tecnología que en Buenos Aires es todavía bastante ajena. El living se convierte en un microcine para un único espectador. Javier echa a andar la película y se va, como si fuera el viejo de Cinema Paradiso.Reconozco vagamente los primeros aplausos pero, pronto, ya no estoy más preso en los Estados Unidos de las Twin Towers sino que mi cuerpo astral viaja hasta el cine Lara de la Avenida de Mayo en Buenos Aires. Allí siempre era trasnoche y por muchos años, entre la dictadura militar y el menemismo, la función fue un peregrinaje para iniciarse en la cultura rock. “La canción es la misma, con Led Zeppelin”. Así decía en el programa.Mientras las imágenes del concierto de 1973 en el Madison Square Garden se sucedían y la noche se cerraba aún más para ofrecer un telón de fondo sin límite, yo experimentaba una sensación de vuelta a casa, de hogar. De vuelta al subte A, a los personajes que juraban haber visto la película siempre una vez más, a la cartografía de mi educación sentimental.Volver. 20 de setiembre de 2001. Mi pasaje enmendado como una momia pasa al fin el control en uno de los monitores del aeropuerto de Miami. El check-in más esperado del nuevo siglo. La empleada de American Airlines lo había sostenido con una mano mientras con la otra tecleaba insistente la computadora. Después de un silencio, mientras tamborileaba sus uñas esmaltadas contra el plástico del teclado, llegó la información. “Está OK, míster García. Buen viaje”.Entonces los teléfonos públicos eran todavía un bien valorado en los aeropuertos y pude hacer el llamado más feliz a mi casa. Con los últimos dineros de Hallmark tomé un whisky doble en el VIP de American y subí al avión en modo fiesta.Cuando volví, el médico me extendió una licencia de dos semanas. Con caligrafía enmarañada escribió la justificación al pie de una receta: “Stress de guerra”.

Fuente: La Nación

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