”Hoy volví a escuchar la voz de mi viejo. Lloré sin parar, pero sentí que estaba otra vez con él”.Cualquier hijo que haya perdido a su padre o a su madre sabrá de qué se trata. Es el testimonio de un hombre que juntó valor y, en el día de su cumpleaños, escuchó en su celular el audio que le había mandado su viejo un año atrás. En aquel momento le había parecido demasiado largo. Le describía en detalle el día que había nacido: qué pasaba en su vida; qué pasaba en el país y en el mundo. Recordó haberlo cargado: “No me mandaste un mensaje; me mandaste un podcast…”. Pero ese audio de WhatsApp ahora tiene otro valor: “Hoy lo escuché dos veces, y no quería que terminara nunca”.La tecnología ha cambiado, entre tantas otras cosas, la relación con nuestros muertos. Hoy llevamos sus voces en el celular. Los archivos del teléfono y de las redes, con sus audios y videos espontáneos, reconfiguran, de algún modo, el pulso de nuestra memoria.Hasta no hace mucho tiempo, la imagen de nuestros muertos quedaba congelada en las fotos y en la inestable nitidez de los recuerdos. A veces quedaban sus cartas o sus manuscritos, pero la letra impresa tiende inexorablemente a envejecer. En el caso de hombres y mujeres comunes, eran pocos los registros audiovisuales de sus vidas pasadas: apenas algún video lejano de una fiesta de casamiento, un viaje o alguna celebración familiar. Hoy, sin embargo, nos hemos acostumbrado a registrar en videos la vida cotidiana, el gesto de entrecasa, la risa espontánea, el juego improvisado. Y esos fragmentos no quedan en cajas arrumbadas en algún estante inaccesible: nos acompañan todos los días, almacenados en el celular.Hay algo paradójico: así como el WhatsApp le ha quitado densidad y profundidad a nuestra comunicación cotidiana, intensifica al mismo tiempo el vínculo con nuestros muertos. Lo hace más vívido, más real; le aporta sonido y movimiento a una memoria que antes quedaba más anclada en imágenes congeladas, distantes y amarillentas. Descubrimos, además, que el celular lleva algo más que el puro presente. Lo asociamos naturalmente con la urgencia, la inmediatez y lo efímero, pero en el duelo advertimos que en él también se aloja una memoria emocional que no se mide en gigabytes.En las experiencias personales, este fenómeno genera reacciones diversas. Para muchos, la decisión de eliminar los chats con un padre, una madre, un hijo o un hermano que ya no están, implica un paso traumático y doloroso. Otros deciden conservarlos como una compañía y un recuerdo que, de tanto en tanto, los trae de vuelta con sus ecos vitales. Borrar en el celular el contacto de alguien que ha muerto no es una mera operación mecánica en nuestra agenda digital. Es una decisión que forma parte del duelo y de la aceptación de la pérdida. Es un acto que consagra la ausencia y que pierde valor práctico para adquirir un simbolismo más complejo.La cuestión excede los dilemas íntimos y personales para instalar también interrogantes éticos y jurídicos. ¿Qué se hace con la página de Facebook de una persona fallecida? ¿Está bien que no se puedan dar de baja las redes de alguien que se ha muerto? ¿Qué derecho tienen los terceros sobre esos contenidos subidos a la web por alguien que ya se ha ido? En el mundo digital, la vida y la muerte muchas veces transitan la ambigüedad de las zonas grises.Eliminar mensajes, audios, posteos y videos de ese familiar que ya no está es como quemar sus cartas o desprenderse de todas sus cosas. El desprendimiento es, por supuesto, inevitable. Pero conservar objetos y pequeñas pertenencias es, para muchos, una forma de abonar ese vínculo íntimo y cotidiano con los afectos que se han ido. La memoria digital hoy les suma a esos recuerdos una nueva dimensión.En los celulares de los chicos están las canciones, las bromas espontáneas y las risas de sus abuelos ya ausentes. La voz de sus mayores los acompaña en ese “banco de recuerdos” que albergan los teléfonos inteligentes. ¿Se transformará así el modo de elaborar los duelos? ¿Las nuevas generaciones tendrán otra relación con sus muertos? No hay respuestas categóricas; mucho menos conclusiones generales.No debe haber experiencia más íntima que el duelo. Aun desde antes de tener noticias de la psicología y el psicoanálisis, sabemos que es un proceso complejo y absolutamente personal. También es cierto, sin embargo, que hay factores históricos y culturales que transforman la relación de las sociedades con sus muertos. Basta recorrer los cementerios para advertir, a simple vista, los profundos cambios que ha habido en los ritos funerarios. Antropólogos y sociólogos han dedicado a este tema estudios muy profundos, que convierten casi en una audacia arriesgar algunas líneas desde una perspectiva periodística. Pero vale la pena la pregunta sobre el impacto de las tecnologías cotidianas en la relación con nuestros muertos y en la vivencia del duelo.Susan Sontag supo ver en la cámara fotográfica la herramienta para conferir importancia y apropiarse de lo fotografiado. ¿Qué hubiera dicho la pensadora norteamericana (fallecida en 2004) de los celulares inteligentes que, a la vez que fotografían, graban audios y videos a repetición? Fue ella misma la que dijo que “la memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos”. ¿Cuánto se enriquece y se modifica esa memoria si le agregamos voz y movimiento? El pasado familiar siempre ha estado más ligado a lo visual (los retratos en un tiempo más remoto; las fotos en las últimas generaciones). Las voces de nuestros muertos se perdían en el tiempo. Sin embargo, su tono, su textura, su timbre, pueden acercarnos (como suelen hacerlo los aromas) a un recuerdo más intenso, y acaso más fecundo, de los que ya no están.El celular ha democratizado, de alguna forma, esa herencia audiovisual. Hasta hace pocos años, solo podíamos acceder a la voz de hombres y mujeres notables. Solo se conservaban audios y videos de grandes artistas, políticos o deportistas. Pero la tecnología audiovisual no se había metido, como ahora, en nuestra rutina doméstica. También se ha ampliado el registro de la vida cotidiana, hasta límites que quizá resulten excesivos: hoy se graban hasta los silbidos en la ducha.Tal vez debamos pensar, a escala individual y familiar, en el valor de las nuevas tecnologías para enriquecer nuestra memoria. Grabar la voz de nuestros padres y nuestros abuelos –más allá, incluso, del diálogo cotidiano– puede ser una manera de aprender de ellos, de invitarlos a reflexionar, de conservar sus anécdotas y de tener, cuando ya no estén, un reencuentro más intenso y conmovedor con su legado. ¿No valdría la pena armar álbumes de audios familiares, como antes solo hacíamos con las fotografías? ¿No deberíamos proponernos guardar las voces de nuestros mayores? ¿Cuánta riqueza podríamos acumular si nos sentáramos a grabar las historias, las enseñanzas, las canciones y los recuerdos de nuestros padres y abuelos? ¿Cuánto podríamos aprender del relato de su aventura existencial? Tal vez valga la pena pensar en nuestra tecnología cotidiana como algo más trascendente. Siempre nos acompañan los que ya han partido. No nos privemos de ponerle voz a esa memoria.

Fuente: La Nación

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