Necesitamos alimento y energía. También necesitamos mitigar el cambio climático. Esto es una ecuación laberíntica que los tomadores de decisión tienen que despejar. En esta complejidad se insertan las políticas de biocombustibles, que no afectan ni dependen únicamente de un sector, sino que se posicionan en un marco de política ambiental, agrícola y energética.El biocombustible se produce a partir de la biomasa, cuya modalidad de obtención más difundida es la transformación de recursos vegetales, la cual involucra una etapa agrícola de cultivo, y otra industrial de transformación en recurso energético (Fundar, 2021). Dado que, como toda fuente de energía los biocombustibles no son ni ambientalmente ni socialmente perfectos, es imprescindible que los tomadores de decisión contemplen sus beneficios y limitaciones, y desarrollen en correspondencia políticas de estado a largo plazo, integrales y coherentes entre sí.Desde la perspectiva del cambio climático, el aumento del uso de los biocombustibles como medida de mitigación puede ser efectiva cuando se parte de una matriz energética predominantemente basada en combustibles fósiles, buscándose su sustitución. A su vez, puede caracterizarse como una vía para acrecentar capacidades productivas y añadir valor a la producción agrícola, una oportunidad en términos de independencia energética -si se sustituyen fuentes fósiles importadas por biocombustible de producción nacional-, y de diversificación energética, lo que puede significar una reducción de la vulnerabilidad de la oferta de energía, y, en última instancia, un aumento en la seguridad energética.Sin embargo, existen debates acerca de la sostenibilidad de los biocombustibles. En primer lugar, el aumento en su utilización acarrea una preocupación asociada a la competencia del uso del suelo con el sector forestal, pudiendo dar paso a la deforestación de bosque nativo, pérdida de biodiversidad, afectación de ciclos hídricos, y erosión. Aquí el rol del Estado es fundamental a la hora de establecer ordenamientos territoriales, de modo que, si se decide cambiar el uso del suelo, responda a una decisión estratégica premeditada -que contemple la arista ambiental, la social y la económica- y no sea simplemente una consecuencia de las fuerzas de mercado o de una reacción improvisada ante la presión de un lobby. Con respecto a esto, la Argentina tiene diversos desafíos pendientes. Por ejemplo, mientras que las ecorregiones no se corresponden con las jurisdicciones provinciales y, por ende, requieren soluciones coordinadas, en nuestro sistema federal el suelo es materia no delegada por las provincias, y no tenemos una ley de presupuestos mínimos de ordenamiento territorial o algo semejante.En torno a la cuestión alimentaria, cabe distinguir entre aquellos biocombustibles que se producen a partir de cultivos alimentarios (llamados de primera generación, o convencionales) y otros producidos a partir de materias primas que no compiten de manera directa con los cultivos de alimentación, como los residuos forestales (llamados de segunda y tercera generación, o avanzados). Estos últimos permiten suprimir la disyuntiva entre el uso de cultivos comestibles para alimentarse, o como combustible. Esto es relevante no solamente por una cuestión de disponibilidad de alimentos, sino por el efecto que la dinámica de precios inherente tiene sobre el acceso a éstos: se ha encontrado que la decisión de usar cultivos comestibles para producir biocombustibles puede llevar a un alza generalizada de sus precios, afectando a las personas de menor ingreso (Cepal, 2008).Si se decide apostar por los combustibles de segunda y tercera generación, habrá que financiar su desarrollo; igualmente, en términos de comercio internacional, la tendencia los favorece. Por ejemplo, la Unión Europa sancionó una Directiva (2015/1513) que establece cortes mínimos para los biocombustibles avanzados, y un límite máximo para los convencionales. En un contexto donde el uso de condicionamientos basados en criterios ambientales y climáticos es creciente, la carrera innovativa premiará a quienes tomen la delantera (Gutman y Carlino, 2017).Además, algunos biocombustibles avanzados pueden incluso ayudar a aminorar determinadas problemáticas ambientales. Por ejemplo, la remoción y utilización de residuos forestales para la producción de biocombustible “se puede integrar a un manejo forestal sostenible y puede reducir el riesgo de incendios forestales, sin tener un efecto negativo sobre el ecosistema” (CEPAL, 2008). En definitiva, es importante incorporar las variables ambientales desde una perspectiva holística y territorial, pensando el impacto de los biocombustibles de modo particular, analizando cada territorio y cada proceso productivo.Con todas estas consideraciones es prioritario hacer un llamamiento a la planificación integral y coherente. Entre otros interrogantes es importante preguntarse: ¿para qué producir biocombustibles? ¿Para generar divisas para el país? ¿Para generar empleo? ¿Para sustituir importaciones de gas? Quizá la respuesta tiene que ver, además de como medida de mitigación, con un tema de soberanía energética. Luego, cabe preguntarse: ¿cuánto biocombustible queremos introducir en la matriz energética? ¿Qué combustible vamos a sustituir? ¿Contamos con suficiente materia prima para asegurar ese abastecimiento a largo plazo? ¿Qué políticas debemos introducir para evitar los daños ambientales? ¿Qué actores debemos involucrar, y qué acuerdos podríamos entablar para mantener la consistencia entre políticas?Sin dudas, la transformación hacia la sostenibilidad requiere trabajar intersectorialmente, coordinar esfuerzos y planificar estratégicamente. El caso de los biocombustibles, dada su enorme complejidad, no debería ser la excepción.Coordinadora en el Departamento de Investigación y Política para la Sostenibilidad de Eco House Global

Fuente: La Nación

Comparte este artículo en: