“Nunca va a fracasar la democracia”, dijo el lunes el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, al defender el desastroso referéndum sobre el enjuiciamiento de ex presidentes y anunciar que ahora planea otro sobre la revocatoria de su mandato. El domingo apenas votó el 7 por ciento de los mexicanos. Para que el resultado fuera vinculante se requería un piso del 40 por ciento. López Obrador, que ni siquiera estuvo entre los que se molestaron en ir a votar, habló de un “triunfo”. El voto mayoritario de la minoría participante resultó a favor del sí oficialista, es cierto, pero que el presidente celebre la democracia participativa después de un ausentismo del 93 por ciento parece un chiste.¿Cómo es posible? Sucede que los populismos son triunfalistas de alma, y sobre todo cuando tropiezan con una piedra. No habilitar jamás la posibilidad siquiera de mencionar la derrota es una autoexigencia que sólo puede ser cumplida por dos vías: ganar siempre como sea, o perder y cantar victoria sin mosquearse. A 39 días de las PASO y 102 de las generales es obvio que el tema de la digestión de resultados electorales –ganar o perder, está visto, no es patrimonio exclusivo de la aritmética- nos atañe en forma acuciante.Ganar siempre como sea fue lo que hizo Perón. Perón nunca en su vida perdió una elección, algo que el peronismo atribuye de manera exclusiva a una conjunción de dotes políticas con popularidad impar. Pero las cosas fueron un poco más complejas. Para asegurarse su continuidad, en 1951 (cuando conseguiría la mejor marca electoral de la historia) Perón alteró a su favor, de a una, todas las reglas de juego.Por ejemplo, entre gallos y medianoche impuso el sistema uninominal por circunscripción con la intención de acentuar la hegemonía de diputados oficialistas y encoger las bancadas opositoras. Desde ya que en las elecciones de noviembre del 51 no fue fraude lo que hubo. La gente emitió su voto en secreto, sin coerción, y el recuento fue honesto. Sin embargo, ya había sucedido todo. No solo Perón había hecho dos años antes una Constitución a su medida. Persiguió a los opositores, potenció el desacato, restringió los actos públicos, hasta escamoteó los altoparlantes, por entonces fundamentales. El principal candidato opositor, Ricardo Balbín, rara vez completaba un acto proselitista sin ser interrumpido por la policía o por matones mancomunados con ella. Sobre todo, el régimen les negó a los políticos de la oposición, hubiera o no campaña, el acceso a los medios, a la mayoría de los cuales controlaba. De modo que el ciudadano común se vio obligado a consumir toneladas de propaganda oficial sin demasiadas opciones. Detalle menos recordado, una ley había impedido la formación de coaliciones: partido que no presentaba candidato propio, partido que perdía el reconocimiento.Perón modificó las reglas del juego electoral (Juan Mabromata/)No sean gorilas, dirán los peronistas; si Perón no se hubiera adueñado del Estado y del sistema político igual ganaba la reelección porque era imbatible, todo el pueblo lo apoyaba (bueno, no es muy probable que los peronistas admitan usurpación institucional, pero se trata de un ejercicio dialéctico; cuando se habla de las elecciones de 1951 solo suelen mencionar la epopeya del voto femenino). Con esa clase de argumentos, Nixon no llegó muy lejos: “en pleno caso Watergate gané la reelección con más del 60 por ciento, ¿para qué voy a querer yo ponerle micrófonos al Partido Demócrata?”, argumentaba Nixon, palabras más palabras menos, poco antes de dejar de ser presidente de los Estados Unidos.Perón llegó a injertar en 1954 una elección que hasta institucionalmente descartaba la hipótesis de una derrota oficialista. Hizo que se votara para vicepresidente, algo no previsto, con la excusa de que ese cargo no podía estar vacante. Pero resulta que Hortensio Quijano llevaba ya dos años muerto y lo suplía el presidente provisional del Senado, Alberto Teissaire, casualmente el mismo que siguió ahí tras ser bendecido por las urnas. Nunca nadie le preguntó a Perón cómo habría gobernado de haber ganado el candidato opositor Crisólogo Larralde. En el juego argentino de acomodar las reglas a la política y no la política a las reglas, 1954 fue una cima.Aquella certidumbre de que los oficialismos corren con ventaja está acentuada en la cultura argentina por la inescrupulosidad político-administrativa de la experiencia peronista. En la década neoliberal del PJ, Menem, el primer discípulo del general que llegó al poder, también ganó todas las elecciones (incluida, desde luego, su propia elección constituyente en pos de la permanencia), hasta que perdió las de 1997, primera derrota electoral peronista desde 1985. Esas legislativas de 1997 fueron una excepción, porque la Alianza, flamante coalición opositora que en ellas haría pie para alcanzar la Casa Rosada, arrasó en Capital, ganó la provincia de Buenos Aires y obtuvo en todo el país más votos que el oficialismo, al que le hizo perder la mayoría legislativa. Demasiada contundencia para esconder el ocaso menemista: era un final de época.Las dos siguientes derrotas peronistas, en cambio, le ocurrieron a Cristina Kirchner y ambas fueron negadas. En 2009, en elecciones inútilmente adelantadas, el hoy repuesto como supermercadista Francisco de Narváez, por entonces un político nuevo -el más autofinanciado-, vencía en la provincia de Buenos Aires nada menos que a Néstor Kirchner, quien llevaba en su carrera política 22 años invicto. Kirchner encabezaba una lista rica en candidatos testimoniales. En la madrugada siguiente a los comicios renunció en forma “indeclinable” a la presidencia del Partido Justicialista. Poco después recuperó el puesto. En Capital la lista oficialista quedó cuarta y en Córdoba y en Santa Fe, tercera, mientras perdía la mismísima Santa Cruz. El peronismo sumaba sólo 31 por ciento del total de votos, lo cual conformaba la mayor derrota de un gobierno en elecciones intermedias desde 1983, exceptuado el caso particular de 2001. En Diputados cayó de 116 bancas a 96. La presidenta Cristina Kirchner dio una conferencia de prensa el día después. Se mostró indiferente, tras apropiarse, eso sí, de un victorioso Pino Solanas, que en Capital había desplazado a Lilita Carrió.Sergio Massa se volvió a Tigre. Dejó la jefatura de Gabinete en manos de Aníbal Fernández, a quien a su vez sucedió Julio Alak en Justicia, reemplazado en Aerolíneas Argentinas por Mariano Recalde. En Economía, Amado Boudou sucedió a Carlos Fernández. Diego Bossio ocupó el lugar de Boudou en el ANSES. Y en Cultura, Jorge Coscia reemplazó a José Nun. En una palabra: para responder a la derrota electoral los Kirchner resolvieron kirchnerizar más el gabinete. Hubo un diálogo político desordenado, confuso, fallido, y al año siguiente todo el tablero político se modificó a partir de un dramático cimbronazo: la muerte de Kirchner.La última elección general en el país, la de 2019 (Marcelo Aguilar/)En 2013 la cara de la derrota sería Martín Insaurralde, el candidato seleccionado por Cristina Kirchner para la provincia de Buenos Aires, y su retador estelar, Sergio Massa, por entonces furibundo antikirchnerista. No parecía fácil disimular semejante golpe: 43,92 a 32,18.“Es cierto que ha habido resultados locales muy importantes, pero el Frente para la Victoria se vuelve a consolidar”, decía, sonriente, el vicepresidente Amado Boudou. A nivel nacional el FpV obtuvo algo más de 33 por ciento, lejos del 54 por ciento de 2011 pero suficiente para conservarse como fuerza principal. No obstante, el efecto bonaerense liquidó, se sabe, cualquier ilusión de continuidad de la presidenta forzando la Constitución, tal como alguna vez pretendió Menem para sí. Cambios post electorales claro que hubo: salió Guillermo Moreno, entraron Axel Kiciloff como ministro de Economía y Jorge Capitanich como jefe de Gabinete (en lugar de Juan Manuel Abal Medina). En aquel período se hablaba de la profundización del modelo.Como se dijo muchas veces, las legislativas pueden producir resultados grises, en los que cada cual toma lo que le conviene. Ya sea la provincia de Buenos Aires, el total nacional de votos o las pérdidas y ganancias de bancas y su efecto sobre los equilibrios parlamentarios. Ese efecto nunca es demasiado brusco debido a que la traducción del humor colectivo sobre el Congreso está amortiguada (renovar la Cámara de Diputados por mitades es una rareza argentina).Hay, desde luego, una dimensión política del resultado, que en parte depende de cómo reaccionan las distintas fuerzas políticas la noche de las elecciones y al día siguiente. La experiencia demuestra que a diferencia de las elecciones ejecutivas, donde ostensiblemente uno gana y el otro pierde, en las legislativas las lágrimas pueden disolverse y hasta la musculatura del derrotado puede tonificarse.

Fuente: La Nación

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