Vivimos días difíciles en la región. El clima político está muy encrespado en Brasil y la Argentina, con episodios dramáticos –algunos hasta grotescos– de confrontación. El Mercosur, a su vez, adolece de las desinteligencias entre los gobiernos de sus dos mayores economías y ahora, además, discute un planteo uruguayo de búsqueda de ampliar horizontes comerciales.Ni hablemos de nuestra América Latina, que a su catálogo de dictaduras acaba de agregarle, ya desembozadamente, la de Nicaragua, donde Daniel Ortega ha descalificado penalmente a los candidatos de la oposición, uno tras otro, y ahora lanza una persecución contra el escritor Sergio Ramírez. Fue su compañero en la lucha contra la dictadura somocista, fue su vicepresidente en un gobierno posrevolucionario que entregó el poder luego de elecciones libres. Se distanciaron más tarde, justamente por la deriva autoritaria de Ortega, pero Sergio siguió su vida de escritor, alcanzó la altura del Premio Cervantes y es hoy una de las figuras mayores de la literatura latinoamericana. Culto, sencillo, amable y caballeresco, es la antítesis del predicador de odios que describen sus perseguidores.En medio de tantas desventuras, miremos un instante hacia la América Latina creativa y, en lo personal, rescatemos en esta columna la alegría de cruzar por vez primera la frontera uruguaya luego de 18 meses pandémicos, para participar en el Malba de algo tan grato como la exposición de Rafael Barradas.¿Por qué no contar una buena historia?El Malba cumple 20 años. Es la mayor colección latinoamericana de arte moderno. Es el fruto del heroico esfuerzo de un empresario argentino. Decimos heroico porque no han sido pocas sus tribulaciones con las burocracias, a las que su condición lo ha arrastrado más de una vez, bajo el peso de los prejuicios que sufren en nuestros ambientes quienes tienen éxito, particularmente si son empresarios. Eduardo Costantini formó una gran colección, paso a paso, a lo largo de más de tres décadas. Para albergarla compró un magnífico terreno en el mejor lugar de Buenos Aires, convocó un concurso internacional para construir el edificio, lo levantó y desde su Fundación ha mantenido viva una formidable actividad que enriquece la mejor tradición cultural de la metrópolis porteña. Todo eso ha sido mucho esfuerzo, y –digámoslo sin timideces– mucho dinero, generosamente brindado a la sociedad.De esas tribulaciones burocráticas de que hablo me beneficié varios meses, allá por 1996, cuando en nuestro Museo Nacional, en Montevideo, expusimos la colección (todavía no había Malba) y como irrumpían dificultades de todo tipo para que las notables obras que acababa de comprar en Nueva York entraran a Buenos Aires y volvieran a salir para una exposición comprometida, audazmente le pregunté por qué no las dejaba en custodia, en el despacho del presidente de Uruguay. Con una sonrisa accedió, y durante varios meses causaba asombro que allí estuvieran el legendario Abaporu de Tarsyla do Amaral, el Autorretrato con chango y loro de Frida Kahlo y el Constructivo simétrico en blanco y negro de Joaquín Torres García, verdaderos íconos de Brasil, México y Uruguay.En cuanto a la exposición de Barradas, naturalmente es un orgullo para nosotros como uruguayos, pero, más allá de esa circunstancia, se está ante un artista que revolucionó el mundo del arte. En la Barcelona de principios del siglo XX, abrió el camino de la modernidad. Fue la vanguardia de la vanguardia y así lo ha reconocido, en los últimos años, la crítica española.Barradas nació en Montevideo en 1890 y allí murió antes de cumplir los 40 años. La exposición se centra en los años que van de 1913 a 1923, el lapso más removedor. Hay un Barradas antes y otro después, muy poético, pero el de ese período fue una clarinada. Sacudió el ambiente bullente de esa Barcelona de la romántica arquitectura surrealista de Gaudí, que vivía el auge estético de una corriente nacionalista, el “noucentismo”, muy neoclásico. El propio Torres García pinta en ese estilo los murales de la Generalitat de Cataluña, que luego taparía la dictadura de Primo de Rivera. Y él, con todo su bagaje teórico, recibe el impacto de este joven Barradas, que no tenía doctrina sino intuición, y expresa otro modo de ver la realidad. El propio Dalí lo siente, y ni hablar la gente de teatro y de la literatura, con la que convivía en efervescentes tertulias.García Lorca le pide escenografías e ilustraciones para los programas de teatro de la compañía de Martínez Sierra y la artista Catalina Bárcena, a la sazón dueña de los escenarios. Guillermo de Torre, ilustraciones, como las que hace junto a Norah Borges (la hermana de Jorge Luis) para la publicación del Manifiesto Ultraísta Vertical.En Barradas está el futurismo, pero no es el italiano, pese a su amistad con Marinetti y su gente. Es un modo cercano pero muy particular de interpretar la nueva ciudad de la luz eléctrica y el automóvil: él lo llamará “vibracionismo”. Borges dice para la poesía (en su Manifiesto) lo que bien puede definir ese arte: “La poesía ultraísta tiene tanta cadencia y musicalidad como la secular. Pero lo que sí modifica es la modalidad estructural”. “El ritmo no encarcelado en la metáfora, sino ondulante, suelto, redimido, bruscamente trunco”.Podrá verse también algo de “cubismo” en sus retratos, pero no es el de Gris y Picasso ni el del francés Georges Braque. Algo de geometría para mirar los objetos sí, pero con un movimiento provocador y sugerente de atmósferas más allá de la realidad.A quien tenga un rato para alegrar el espíritu, le recomendamos la exposición. También le servirá para reconciliarse en algo con esta América Latina llena de miserias y pequeñeces. Comprobar que no solo somos problemas, de la mano de lo mejor de lo nuestro.

Fuente: La Nación

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