El camino de la Argentina hacia el desarrollo está plagado de obstáculos. El Estado se ha agigantado hasta niveles que la sociedad no puede soportar y, para financiarse, demanda casi todos los recursos disponibles con una voracidad que vuelve demasiado peligroso prestarle. Es por eso que sobre el crédito público sobrevuela siempre el riesgo del default. Aun cuando el gobierno de Alberto Fernández renegoció los compromisos en dólares con los acreedores privados, el riesgo país sigue estando en niveles intolerables y, por lo tanto, la Argentina no logra acceder de nuevo al crédito internacional. Esta limitación pesa también sobre las empresas, que son penalizadas por operar en un contexto tan desfavorable.En la escena doméstica se reproducen las mismas patologías. Con insaciable avidez de pesos, el Tesoro fuerza al Banco Central a emitir por cifras desorbitantes que, a la vez, deben ser absorbidas por letras que, para volverse atractivas, deben pagar a quienes las poseen tasas estratosféricas. La consecuencia está a la vista: el sector público consume todo el crédito disponible.Una de las derivaciones de este capitalismo sin capital es que va dando forma a un nuevo empresariado, al tiempo que va habilitando fuentes cada vez más opacas de financiamiento. Estamos ante una nueva modalidad de negocios de la que dan testimonio las principales operaciones que se han realizado en los últimos meses. En todas ellas se repite un mismo patrón: hombres de negocios vinculados a la política que apalancan sus inversiones en oscuras cajas sindicales.Uno de los casos más estridentes ha sido la compra de la distribuidora eléctrica Edenor por parte de José Luis Manzano, Daniel Vila y Mauricio Filiberti al conglomerado energético Pampa, presidido por Marcelo Mindlin. La figura más llamativa es, entre los nuevos accionistas, Filiberti. Después de muchos años dedicados a las actividades industriales, este nuevo socio de Edenor saltó a la luz pública como el titular de una fortuna incalculable, amasada con la venta de cloro a la empresa estatal Aguas Argentinas. Según una investigación que llevó adelante la Coalición Cívica, Filiberti capturó esa fuente de ingresos gracias a su relación simbiótica con el sindicalista del sector, José Luis Lingeri, quien también exhibe un patrimonio cuantiosísimo, al punto que despertó en algún momento la curiosidad de la Justicia. En esa investigación, los colaboradores de Elisa Carrió corroboraron que Lingeri obtuvo varios contratos para potabilizar agua después de que Néstor Kirchner estatizara la empresa. De inmediato se los transfirió a su amigo Filiberti, que desde entonces se fue convirtiendo en el oligopólico proveedor de cloro de todo un país.La sospechosa complicidad entre Lingeri y Filiberti llama la atención. Sin embargo, hay una circunstancia que la convierte casi en una anécdota. Cuando el directorio de Edenor, con su nueva composición, realizó su primera reunión, un joven al que nadie conocía se presentó como el hijo de Ricardo Depresbíteris, el dueño de Covelia, la recolectora de residuos. Depresbíteris conduce siempre a los Moyano: Hugo y Pablo. Ese vínculo es tan estrecho que, cuando la justicia suiza realizó un pedido de informes sobre el empresario, Moyano padre lanzó un paro para evitar que la Cancillería, por entonces al mando de Héctor Timerman, diera curso a esa solicitud. La misma furia ganó a los Moyano cada vez que un intendente del conurbano quiso sustituir a Covelia como contratista.Detrás del apellido Depresbíteris se encuentra otro emprendimiento: la fabricación local de la vacuna Sputnik desarrollada por el laboratorio ruso Gamaleya. El laboratorio Richmond, de Marcelo Figueiras, esposo de la ex senadora kirchnerista María Laura Leguizamón, habría obtenido el contrato gracias a que “desde el Gobierno le pasamos el dato”, según afirmó el exministro bonaerense y actual candidato a diputado nacional Daniel Gollán. Para fabricar la cantidad de vacunas a las que se comprometió, Figueiras necesitaba una nueva planta, para lo cual tuvo que conseguir financiamiento. Los primeros empresarios que fueron mencionados como aportantes al fideicomiso para dicha construcción fueron desapareciendo de escena con toda discreción. Quedaron solo dos: Depresbíteris, el amigo de los Moyano, y el concesionario automotor Sergio Trepat, ligado al sindicalismo; basta recordar que su suegro fue Julio Raele, artífice de un imperio asegurador a la sombra de Lorenzo Miguel, el legendario caudillo de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM).Alrededor de la UOM circularon muchos hombres de negocios. Hoy, los más relevantes son los hermanos Raúl y Alejandro Olmos. Beneficiarios de la derivación de innumerables prestaciones a los afiliados metalúrgicos, los Olmos se expandieron hacia distintas ramas del sector de la salud, que van desde sanatorios hasta empresas de medicina prepaga. Desde aquella plataforma inicial, incursionaron después en el campo de los medios al adquirir Crónica TV. La última novedad importante de estos hermanos fue que aspiraron a comprar Telefónica de Uruguay, como aproximación inicial a la multinacional española, para quedarse luego con Telefónica Argentina. La aventura fracasó, al menos por ahora.El montaje de negocios con financiamiento gremial tiene a un protagonista estelar que es Víctor Santa María, líder del sindicato de empleados de edificios. Apoyado sobre la caja de esa organización, Santa María adquirió gran cantidad de medios de comunicación, entre los cuales se encuentran el diario Página 12, el Canal 9 de televisión –cuya propiedad está en disputa–, así como varias revistas y emisoras de radio.Esta modalidad cada vez más extendida, en la que aparecen “expertos en mercados regulados”, es decir, empresarios cuyo principal activo es tener algún contacto con el poder, financiados por fondos que, por vías siempre tenebrosas, provienen del sindicalismo, ya no es una novedad para la economía argentina. Sería saludable que el presidente Alberto Fernández aclarara alguna vez si cuando reclama que el capitalismo debe ser reformado está pensando en esta dirección. Este nuevo juego habla a las claras de un país que se aleja cada vez más de la sana cultura de la competencia transparente y del mercado para dar paso a una sociedad en la que competir se convierte en una rareza, un sistema de premios y castigos regido por una escala de valores totalmente invertida. No por nada el Presidente insiste en denostar el valor del mérito. En definitiva, como dijo alguna vez el cineasta Juan José Campanella, una nación en la que las leyes darwinianas de selección natural se subvierten para que sobrevivan, o triunfen, los peores.

Fuente: La Nación

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