La orden de detención dictada por la Fiscalía nicaragüense contra Sergio Ramírez por actos que “invitan al odio” y “conspiran contra la soberanía nacional” ha superado los límites imaginables de lo que es capaz el sátrapa que pretende presidir Nicaragua por quinta vez. Lo logrará, seguramente, el 7 de noviembre, con la aquiescencia de una asamblea nacional dócil a sus dictados y de un tribunal superior de justicia para el que la Constitución no vale más que un trapo sucio.El camino a la reelección de Daniel Ortega ha sido allanado después de la proscripción sucesiva de media docena de candidatos presidenciales. Entre ellos, Cristiana Chamorro, hija de Pedro Chamorro, el director del diario La Prensa asesinado en 1978 por esbirros de Anastasio Somoza, y de Violeta Chamorro, que sucedió a Ortega en 1990 en la presidencia.Podría detenerme en las delicias de una conversación con el ganador en 2017 del afamado Premio Cervantes y en sus explicaciones de por qué el voseo típico de los rioplatenses lo comparten del mismo modo sus coterráneos. Podría detenerme en su asombro, al entrar hace años en mi oficina en La Nación, y hallar entre los anaqueles una cabeza tallada en madera de Rubén Darío, y explicar con lujo de detalles, al verificar la data y autoría, que se trataba de una pieza de 1927 del mayor tallista nicaragüense, Roberto de la Selva (1895-1957). Podría detenerme, también, en el recorrido azaroso de aquella talla, llevada bajo uno de mis brazos por curiosas coincidencias en las sucesivas mudanzas de La Nación de San Martín 344 a Bouchard y Tucumán, y de allí a Vicente López, como el último tesoro de la antigua sala de editorialistas en la que Rubén aporreaba con dedos calificados una máquina de escribir a fines del siglo XIX.Pero no. Que quede todo eso para momentos más apropiados. Así liberamos hoy a pleno la indignación por la afrenta a un amigo que sabe hacerse querer como pocos, a un escritor valiente a quien han hostigado por igual dos dictaduras de signo opuesto, pero no menos vil una que otra. ¿Qué tuvo acaso de peor, comparado con el matrimonio de manos sangrientas de Daniel Ortega y Rosario Murillo, la dinastía de los Somoza? A esta altura, esa dinastía tronchada hace cuatro décadas se está quedando corta en su historial de años en el poder, que comenzó a mediados de los treinta con el viejo Anastasio, continuó con Luis y terminó en 1979 con “Tachito”.Quienes baten palmas por infamias de los Castro, los Chávez, los Maduro, los Ortega, y desde luego, por la progenie variopinta que han diseminado por estas tierras de instituciones tan repetidamente doblegadas en los valores republicanos imputarán como agravante del somocismo la servidumbre con los Estados Unidos. Es cierto, pero lo hicieron sin traiciones; actuaron con la coherencia cruel de los déspotas, y no como Ortega, que estafó los ideales de la revolución sandinista, que despachó al destierro al último de los Somoza.El escritor, que recibe en estas horas el espaldarazo de colegas y de políticos de primer nivel mundial, encarna como nadie la condición de víctima de esa perfidia. Fue preso de los Somoza y comandante de la revolución sandinista. Por el doble ascendiente de intelectual y combatiente ocupó la vicepresidencia, junto a Ortega, entre 1985 y 1990.La anatomía de aquella traición demuestra que proviene de los impulsos obsesivos de una satrapía por perpetuarse en el poder. Tiene epígonos en la región para avalar con argumentos de aves negras la validez de la reelección indefinida. Cuando alguna razón frustra la intención, o la neutraliza un último arresto de inhibición personal, en este tipo de osadías se arbitran medios para que el poder pase a la mujer o los hijos.Cualquiera que sea el caso, las reelecciones indefinidas son por definición contrarias al espíritu de la República, que supone temporalidad del gobierno y alternancias. Y, si las reelecciones se consuman de forma dinástica como en el régimen comunista de Corea del Norte, se entra en terreno monárquico, distante del ideal de las dos grandes revoluciones de la modernidad en Estados Unidos y Francia. Ortega logró la presidencia por elecciones en 1985; insistió sin éxito en 1990, 1996 y 2001. Después amasó los triunfos de 2006, 2011 y 2016 y ahora se alista para ir de nuevo por todo.En la Argentina, la aspiración avariciosa por el poder no ha sido en sentido estricto una manifestación definitoria de la facción peronista dominante en el siglo XXI. Es una patología que viene del tronco e infecta las ramas. La reforma constitucional de 1949 abrió paso a la reelección indefinida del primer Perón. Pensemos en Carlos Menem: apenas tres años después de haber conseguido por la reforma constitucional de 1994 la posibilidad de la reelección, se ilusionaba con un tercer período.Escuché de un maestro del constitucionalismo, horas atrás, la revelación de que dos jueces de la llamada “mayoría automática” de la Corte Suprema de los noventa habían recabado su opinión sobre si cabía un resquicio legal para un tercer turno de Menem. Contestó que no. También la realidad, que manda más sobre los sueños que la voluntad, contestó que no: Menem comenzaba a trastabillar por fatiga ciudadana y por derivaciones de la crisis económica de Brasil, de 1997. Aparecían los primeros indicios de lo que sería un largo proceso recesivo. Tampoco el ministro del Interior, Carlos Corach, era partidario de forzar un tercer mandato de Menem, pero la temeridad encontró a comienzos de 1999, sin embargo, eco en el juzgado federal de Córdoba a cargo de Ricardo Bustos Fierro, a cuya consideración se llevó la cuestión.Alberto Dalla Vía, integrante de la Cámara Nacional Electoral, acaba de comunicar, en el ámbito académico de su actuación, un trabajo exhaustivo sobre el capítulo de las reelecciones. Lo seguiré por sus luces sobre un mal que se expandió desde los noventa con la irrupción de Hugo Chávez, aprendiz de Fidel Castro. Por esa época hubo otras reformas constitucionales para facilitar reelecciones, como en Perú y Brasil.Uno de los puntos sustanciales del examen de Dalla Vía refiere a los artilugios jurídicos que han propendido a fundamentar el derecho de reelección, incluido el de carácter indefinido. Teóricos del populismo, como Ernesto Laclau, acompañaron la causa. De lo contrario, decía Laclau, se frustrarían procesos radicales como el de Chávez en Venezuela. En esa línea, el tribunal supremo de Nicaragua anuló la reforma constitucional de 1995, que había prohibido las reelecciones, porque de otro modo se afectaba el “derecho humano a la reelección”. En Honduras y Bolivia tribunales amañados se pronunciaron más tarde en esa misma dirección.Tan delicado asunto llegó en consulta a la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En un caso de especial resonancia, definió la reelección indefinida como la permanencia en el poder por más de dos períodos “de duración razonable”. Y descartó que estuviera en juego en su limitación un derecho humano, pues no es eso materia con reconocimiento normativo en los tratados interamericanos ni en el corpus iuris del Derecho Internacional.¿Quién votó en disidencia en el tribunal? Votó en disidencia el juez Eugenio Zaffaroni, pontífice en la interpretación de teoremas jurídicos y políticos controvertidos del kirchnerismo. Dijo, en lenguaje extraño a la organización republicana, que la reelección indefinida es un “derecho soberano” de los pueblos que está más allá del horizonte constitucional. ¿Es, acaso, más falaz la invocación de un supuesto derecho humano que la tesis de la soberanía para apañar el axioma de la reelección indefinida?Aquí, la admiten San Luis (1986), La Rioja (1986) y Catamarca (1988). Formosa y Santa Cruz la consagraron en dos pasos, una en 1991, y la otra, en 1994: primero, sancionaron la reelección por una vez, y luego, sin límites. Eso explica fenómenos como el de Insfrán, en Formosa.El autor de la sátira Tongolele no sabe bailar sí sabe que en su encrucijada él se halla lejos de una situación en soledad. Son muchas las víctimas de quienes no ahorran medios en el delirio por eternizarse en el poder. Son muchos, también, quienes se solidarizan con los hombres de valor que luchan sin otras armas que las palabras contra regímenes autoritarios y contra quienes, aun ocultando la verdadera naturaleza de sus propósitos últimos, reniegan de principios básicos de la democracia y la república.Las vicisitudes del escritor quijotesco que alguna vez nos dijo estar dispuesto a aprenderse de memoria la obra cumbre de Cervantes, antes de que una dictadura queme todos los libros, han advertido sobre los riesgos que acechan la libertad en la región. Ha sido providencial que esto ocurra en días excepcionales para el porvenir de la República Argentina.

Fuente: La Nación

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