A principios de la Glasnost –la “apertura” iniciada en la URSS en los años ochenta del siglo pasado–, el pianista clásico Vladimir Ashkenazy llamaba en una entrevista a no creerle una palabra a Mijaíl Gorbachov. Para argumentarlo recordaba la angustia que experimentó a la muerte de Stalin: todavía adolescente había llorado la desaparición del “padrecito de los pueblos”, como le gustaba hacerse llamar al líder soviético, sintiendo que el mundo se dirigía a la catástrofe. Todos sus conocidos habían pasado por la misma impresión de orfandad. Instalado en Occidente desde hacía tiempo, todavía recordaba vivamente aquella manipulación. Stalin había pasado a ser, claro, su bestia negra.Quizá no haya mejor modo de acercarse a aquel estado de sugestión totalitaria que Funeral de estado (2019), el inmersivo documental montado por el ucranio Sergei Loznitsa que retrata los tres días de exequias del líder soviético (se lo puede encontrar todavía en la plataforma Mubi). La película no es solo minuciosa en su retrato de las actividades oficiales que rodearon la exposición del cuerpo embalsamado de Stalin en el Kremlin. También hace contrapunto con lo que sucedía en las plazas centrales de otras ciudades (de las repúblicas bálticas a Tayikistán) o en una plataforma petrolera de Azerbaiyán. La resolución de las imágenes –que combinan el blanco y negro con copias en colores, e incluso tomas diversas de la misma escena– produce un efecto curioso: de tan perfectas, se dirían fraguadas.Trailer de Funeral de estado, de Sergei LoznitsaDigámoslo rápido: no hay una toma de Funeral de estado que no sea verídica. Loznitsa, que nació en 1964, no se priva de agradecerle (en una entrevista que figura como apéndice) a los cerca de doscientos camarógrafos que hicieron “en realidad” su película y a los que por razones obvias nunca podrá conocer. La proveniencia de esas imágenes es simple: cuando Stalin murió en marzo de 1953, las autoridades soviéticas decidieron registrar la última glorificación del líder de manera exhaustiva. En Moscú, pero también a lo largo y a lo ancho de la multiétnica URSS. La película resultante no fue del agrado del politburó (o ya tenía en vista denunciar el culto a la personalidad de Stalin, como ocurriría en 1956) y las cuarenta horas de material filmado fueron a recalar en un archivo oficial. Son esas copias olvidadas –a las que nadie tuvo acceso ni volvió a ver hasta hace poco– las que utilizó Loznitsa para su obra y que producen el espejismo de estar observando algo casi contemporáneo, no un reflejo de hace casi siete décadas. Para eso colabora también alguna mejora digital, pero sobre todos los camarógrafos originales, a los que se les nota en sus desplazamientos y planos la formación en la tradición de Dziga Vertov, el gran documentalista de vanguardia soviético.Loznitsa es, por su parte, un maestro en el manejo del sonido. No necesita en Funeral de estado ninguna voz en off. Le basta con atenerse a los rimbombantes comunicados radiales con que se informa a los ciudadanos del deceso y que instan a replicar la clase de desolación (como le debe haber ocurrido al joven Ashkenazy) que el estado decreta es la correcta. El documental de archivo deja por lo demás que lo que se ce hable por sí solo: los rostros serios o emocionados en la calle, el desfile de militares y gente común que echan una última mirada a los despojos de Joseph Vissarionovich Stalin, la aterrada concentración de los pintores y escultores que intentan capturar su mejor pose yacente. Hacia el final, antes de llevar al líder al mausoleo de Lenin, llegan los discursos con Nikita Khruschev como maestro de ceremonias: Molotov, el jefe de la KGB Lavrenti Beria (pronto a ser defenestrado, pero conservando su estampa cuasi mafiosa) y Georgy Malenkov, el sustituto en el cargo que define a Stalin como (sic) “el mayor genio en la historia de la humanidad”.Cuando le preguntan, Loznitsa dice que lo que más lo conmovió de su propia película es la contradicción de “esa masa magnetizada por el líder del que era también víctima sacrificial”. Es solo una de las razones por las que merece verse esta inesperada obra maestra.

Fuente: La Nación

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