La mañana en que Celia Szusterman, autora de un ya mítico libro sobre Frondizi y el desarrollismo, abrió una de las ventanas de su departamento londinense y se topó con una enorme antena parabólica que, como si fuera un insecto gigantesco, cancelaba su campo visual, quedó atónita. Una vertiginosa pesquisa del cableado la condujo hasta el departamento de sus vecinos. La casualidad había querido que dos argentinos, ambos dedicados a la docencia universitaria y a temas de teoría política, convergieran en el mismo barrio y en el mismo edificio. Ella enseñaba en la Universidad de Westminster. Su vecino, de donde provenían esas conexiones que desembocaban en la maleza tecnológica que tapiaba su ventana interior, era Ernesto Laclau. No eran precisamente amigos, pero el surtido de paralelismos que cultivaban los deslizó a una tan inevitable como cautelosa relación. Lo saludaba cuando veía que se iba a dar clases, por las mañanas, y más de una noche terminó llevándolo al hospital, subiéndolo dificultosamente a un taxi, cuando Laclau sufría caídas y la mujer, Chantal Mouffe, se había ido de viaje. ¿Quién lo iba a asistir si no ella, su “compatriota”?Ese manojo histórico de complicidades, no menos que el hecho de que se trataba de personas cultas, le hizo pensar a Szusterman que el conflicto se solucionaría rápidamente: “Ernesto, sácame por favor esa antena espantosa”, le dijo. “¿Te molesta?”, replicó Laclau, en tono asombrado, como si ella le estuviera pidiendo un favor desmedido. El argumento a favor de la instalación del dispositivo era que sin ese aparato no podían ver televisión y que llevarla a la terraza representaba una erogación que no querían afrontar. La mueca de disgusto de su vecina fue suficiente para que Laclau produjera una deriva en su discurso: “De estas cosas se ocupa Chantal, hablá directamente con ella”.Celia entabló entonces la negociación con Chantal Mouffe, que siempre estaba atareada con sus temas académicos y no tenía tiempo de atender un prosaico reclamo de vecindad. Tantas fueron las excusas y dilaciones que le opuso que finalmente Celia resolvió pedir ayuda al consorcio, desde donde intimaron a los Laclau a que sacaran la antena en el plazo de tres meses. Enfurecida, Chantal encontró tiempo para hablar con la vecina quisquillosa: con su español empedrado de erres belgas le infligió un categórico sermón y le dijo que tomaba esa denuncia como algo más que una delación, como una verdadera declaración de guerra. Los tres meses pasaron sin novedades memorables, ante lo cual el consorcio remitió un ultimátum británico. Los Laclau entonces huyeron hacia delante: sostuvieron que no colaborarían más con nadie y que dejarían de pagar las expensas comunes. No hay que ser muy perspicaz para divisar, agazapada en esta anécdota, la contribución que el dúo Laclau-Mouffe ha hecho al concepto de otredad en el populismo argentino.Borges dijo, en 1966: “Nadie es la patria, pero todos lo somos”, frase que el gobierno de Mauricio Macri colocó en junio de 2016 en luces de neón en el frontispicio del CCK, y que fue removida por el actual gobierno. Ambos actos, la colocación y la remoción, no fueron decisiones inocentes. La frase de Borges tensiona entre el individuo y el todo: el todo queda subordinado a los individuos, cuyos derechos son intocables. Nadie puede monopolizar la patria porque cada ciudadano tiene derecho a ella. Es decir: la democracia liberal.En 2013, Cristina Kirchner parodió a Borges con una sentencia para encantar serpientes: “La patria es el otro”. Tanto caló esa intervención en el imaginario retórico que muchos militantes se tatuaron la consigna sobre sus cuerpos jóvenes. El glamour de la declaración consistía en el altruismo: bajo esta perspectiva, hablar de “el otro” sería tender un puente de solidaridad hacia el que necesita, el desposeído. Se traducía en otorgar jubilaciones a quienes no habían realizado aportes, subsidiar el transporte o dar ayudas sociales sin contraprestación. No solo no importaba que esa generosidad terminara en una crisis de financiamiento y, a la larga, en una hecatombe sino que, además, ese “otro” encarnaba una clientela electoral, de modo tal que lejos de ser altruista era una acción interesada y demagógica. Pero lo más significativo es que esa presunta generosidad esconde un sectarismo envenenado: al elevar a nota distintiva del peronismo el pensar en el otro lo que Cristina hace, simétricamente, es negar ese rasgo a los no peronistas, que serían perversos, con lo cual traza una línea fronteriza entre buenos y malos. Así, la patria es el otro se convierte, una vez que le aplicamos los rayos X, en el otro es la antipatria. De manera tal que Cristina construye una trampa para embotellar la política en la dualidad patria/antipatria. Todo esto ya está escrito en Laclau: detectar demandas insatisfechas, unificarlas (lo llama cadena equivalencial), buscar alguien que las condense (lo llama significante vacío) y delimitar así una frontera con los que quedan afuera, el enemigo, para gobernar contra ellos.Pero el falso altruismo del kirchnerismo salta a la vista en todos sus movimientos. Si un hecho sintetiza ese espíritu egoísta es la declaración de Carlos Zannini cuando, al ser descubierto como contertulio del vacunatorio vip, lejos de arrepentirse declaró, muy suelto de cuerpo, que tanto él como Horacio Verbitsky son “personalidades que necesitan ser protegidas por la sociedad”. Del mismo modo que Laclau y su mujer solo miraron su necesidad, sus intereses, y los tenía sin cuidado el perjuicio de la vecina, a Zannini lo dejan indiferente los que mueren por su culpa. Él se siente investido del privilegio de estar inmunizado antes de lo que le corresponde; luego: la patria soy yo. No estamos hablando de un personaje marginal, sino de alguien que acompañó a los Kirchner desde 1984 en la intendencia de Río Gallegos, que tuvo cargos cruciales en Santa Cruz, que ocupó largos años un despacho en la Casa Rosada y que en 2015 fue elegido por Cristina como candidato a vicepresidente, en la misma posición que luego reservaría para ella misma, lo que da la pauta del rol decisivo que le atribuye a este hombre.Este egoísmo es, una vez que corremos la hojarasca de gestualidades teatrales, el yacimiento último del cuarto kirchnerismo. Por eso cada medida que toman va en dirección de desmantelar las causas judiciales y construir impunidad. Basta advertir la forma desvergonzada en que han arremetido contra jueces y fiscales cuyos fallos les resultan adversos. Basta ver cómo han barrido a sus propios funcionarios cuando no se ajustan a esta estrategia. Basta ver que una sentencia a su favor se llama sentencia y una en contra, lawfare. La realidad adquiere así una plasticidad que se modula desde un turbio tablero de control ubicado en Uruguay y Juncal. No importan los hechos ni las pruebas ni la ley, que son meros estorbos. Urgentemente hay que corregir el axioma kirchnerista y reescribir los tatuajes militantes: ahora, la patria soy yo.Escritor, periodista y jurista

Fuente: La Nación

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