Muchos se preguntan por qué Alberto Fernández, pocos días antes de las PASO, acercó él mismo su cabeza a la guillotina al expresar que estas elecciones serían un plebiscito a favor o en contra de su gestión presidencial. Lo hizo por la misma razón que, en la noche del domingo, a escasos metros del cementerio de la Chacarita y confirmada la debacle electoral, fue el único orador en el escenario montado para un festejo del Frente de Todos que se transformó en velorio.Así como el Presidente aspiraba a ser revalorizado y capitalizar el apoyo ciudadano si la coalición gobernante ganaba aunque fuera por un voto, conocidos los números del abultado traspié, no dudó en hacerse cargo personalmente de la derrota. Confirmó de ese modo su triste papel: así como, en 2019, fue ungido por Cristina Kirchner como mascarón de proa de un barco conducido por ella, hoy Alberto Fernández ha quedado al frente del mostrador de los reclamos de los clientes, ante quienes tiene que poner la cara.Si alguien en su entorno imaginaba hasta hace unos días todavía la posibilidad de construir el albertismo, tras la tunda electoral que la ciudadanía le propinó anteayer a la coalición gobernante, en la noche del domingo, se habrá despertado bruscamente de ese sueño y habrá comenzó a vivir en carne propia la pesadilla de la realidad, que es la única verdad.En su mensaje a la escasa militancia que lo escuchaba en el búnker del Frente de Todos, el primer mandatario dio a entender, como si fuera necesario, que no buscará su reelección presidencial, que solo aspira a terminar los dos años que le restan de mandato para dejar “una Argentina de pie”, y que no va a bajar los brazos.Los mensajes derrotistas, en rigor, habían empezado en la tarde del jueves pasado, en Tecnópolis, ocasión en la que el Frente de Todos, con Cristina y Alberto a la cabeza, había cerrado la campaña previa a las elecciones primarias. Allí, la vicepresidenta de la Nación había abierto el paraguas frente a una eventual derrota electoral, al exclamar que “esto recién empieza” y aludir al traspié que, en las elecciones de medio término de 2009, sufrió como presidenta junto a Néstor Kirchner, Daniel Scioli y Sergio Massa. Y el Presidente solo pareció emplear su discurso con el propósito de protagonizar un desahogo personal en público por las circunstancias en las que le tocó gobernar y las críticas recibidas.Podrá decirse que Alberto Fernández fue siempre un pato rengo, como se denomina en los Estados Unidos a aquel presidente sin chances de ser reelegido. Sin embargo, hoy es un pato rengo en el medio de un tsunami. Y si en su origen tenía problemas para llegar a la otra orilla del lago, ahora enfrenta el doble de dificultades, debilitado como ha quedado, para arribar a diciembre de 2023.La singularidad de este proceso es que, aun cuando sus compañeros puedan responsabilizarlo como mariscal de la derrota, prácticamente nadie ha quedado fortalecido del tsunami de votos en contra del oficialismo. Cristina Kirchner no solo perdió en el distrito al que representó como senadora –la provincia de Buenos Aires–, junto a su hijo Máximo y Axel Kicillof, sino que sufrió un traspié en Santa Cruz; Massa perdió en Tigre; Jorge Capitanich, en Chaco; Gabriel Katopodis, en el partido de San Martín, y la lista podría seguir.Esta orfandad general, asociada a la peor elección de la historia de un frente peronista (31% de los votos), torna más dificultosa la salida a la crisis política en que está sumida la coalición gobernante. Y alienta al Presidente a resistir los embates contra su gabinete y las apelaciones de su vicepresidenta contra “los funcionarios que no funcionan”.De la respuesta que el Gobierno brinde a la autocrítica que el propio Alberto Fernández formuló tras confirmarse la debacle electoral, y que se tradujo en la frase “Algo no habremos hecho bien”, dependerá no solo el futuro de su administración en los próximos dos años, sino también el porvenir del país. Concretamente, pocos creen que esa autorreferencia presidencial a lo que no se hizo bien apunte a la necesidad de disminuir el gasto público y de avanzar hacia una mayor disciplina fiscal.Sería una sorpresa que el jefe del Estado volviera sobre sus pasos desde que está en la Casa Rosada y se remontara a los tiempos en que, cuando solo era candidato presidencial, imaginaba la posibilidad de convocar a Martín Redrado para conducir el equipo económico, hasta que el nombre de este expresidente del Banco Central durante la gestión de Néstor Kirchner fuera virtualmente vetado por Cristina.El mercado financiero festejó el resultado electoral, aun cuando falta la verdadera elección, que tendrá lugar el 14 de noviembre. En la lectura que hacen los inversores, la debilidad del Gobierno es un dato que aleja la posibilidad de una “venezuelización” de la Argentina; hay una ciudadanía dispuesta a frenar los arrebatos autoritarios del oficialismo y las maniobras de Cristina Kirchner para subordinar a la Justicia a sus designios en procura de impunidad. Como destacó el economista Carlos Melconian, apareció el “fuego sagrado” de los ciudadanos.Sin embargo, nadie puede descartar por el momento la tan temida radicalización del Gobierno, que conduzca a un déficit fiscal más desbordado aún, de la mano de un incremento del gasto público con fines puramente electoralistas. Este empecinamiento en la terapia populista provocaría mayor emisión monetaria sin respaldo, mayor inflación y más problemas en el mercado cambiario.Se trata de una receta que podría terminar dejando al oficialismo sin el pan y sin la torta, castigando aún más a los que menos tienen, que son los más afectados por el impuesto inflacionario, y sin poder dar vuelta el adverso resultado de las PASO.

Fuente: La Nación

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