Es muy impresionante la torsión que produjo Francis Fukuyama en el curso de las últimas tres décadas. En The End of History and the Last Man, aparecido en 1992, tras el colapso del comunismo, proclamaba el triunfo en toda la línea de la democracia liberal y la economía de mercado. Los exitosos gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher parecían homologar esa tesis. Después de algunos libros intermedios en los que insinuaba ciertas dudas sobre aquella sentencia, en 2018 Fukuyama escribió Identity, obra en la que se opera una brusca deriva: la historia no había terminado, sino que había adoptado otra perspectiva. Urgía desmantelar ese dispositivo por el cual los populismos usaban el resentimiento de los perdedores como su materia prima: o el liberalismo económico adquiría cierta plasticidad o pasaba de ser la solución a ser el problema.Asomaba un crujido, una zozobra. El hecho que provocó esa epifanía en Fukuyama fue la Primavera Árabe. El 17 de diciembre de 2010, la policía tunecina confiscó su carro al vendedor ambulante Mohamed Bouazizi, su mercadería y su balanza electrónica, porque le faltaba un permiso. Bouazizi fue a una oficina estatal para quejarse y pedir que le restituyeran sus elementos de trabajo. Como no lo quisieron atender, se dirigió a la plaza del pueblo, se bañó en nafta y se prendió fuego mientras gritaba: “¿Cómo esperan que me gane la vida?”. Toleró todo menos que no lo escucharan. El ser humano del siglo XXI puede soportar ser el perdedor del mercado, lo que no soporta es que no lo miren a los ojos, ser ilegible. En los siguientes meses ese sentimiento de humillación se propagó como un incendio por todo el mundo árabe. Las consecuencias de estas revueltas fueron caóticas y muestran hasta qué punto el capitalismo debe calibrar sus políticas sobre la base del reconocimiento de la dignidad del otro, porque si no cunde el resentimiento, que es la levadura con la que crecen los populismos.La segunda mitad del siglo XX se organizó bajo las ideas de izquierda y derecha empleadas como sustantivos: la izquierda se centraba en el trabajador como sujeto histórico, buscaba más igualdad y redistribución; la derecha, por el contrario, se centraba en el mercado, apuntaba a más libertad y a reducir el Estado. En las dos primeras décadas del siglo XXI el mundo cambió, y quien pretenda seguir pensándolo bajo aquellas categorías cae en un anacronismo similar a imaginarlo inmóvil y con una base plana sostenida por elefantes. Hoy reina otro eje: defensa de grupos marginados (de los refugiados a los LGTB) y respeto del individuo en tanto ente moral, de un lado, contra defensa de la identidad nacional, las tradiciones y la religión, del otro. Hubo en la izquierda democrática un desplazamiento de la búsqueda de igualdad a la búsqueda de dignidad, mientras que la derecha se convirtió en nacionalista. Por eso izquierda y derecha dejan de ser sustantivos y pasan a ser adjetivos: hay un liberalismo de izquierda y otro de derecha, y hay un populismo de izquierda y otro de derecha.El acontecimiento editorial de este verano europeo ha sido un ensayo que va en la misma dirección: El ocaso de la democracia. La autora es la periodista norteamericana Anne Applebaum, que vive en Polonia con su marido, el político Radoslaw Sikorski. La obra comienza con una fiesta realizada en un pueblo polaco el 31 de diciembre de 1999, en medio de la nieve, cuando cundían el optimismo y la confianza en la democracia, y se cierra con un desgarramiento: dos décadas después los invitados de aquella fiesta dejaron de estar del mismo lado, se fracturaron familias y amistades y muchos no solo se cruzarían de vereda para evitar encontrarse con otro asistente, sino que se avergonzarían de haber participado de aquella fiesta. ¿Por qué? Porque un sector de los que hace veinte años eran luchadores contra el comunismo hoy se han convertido en xenófobos, paranoicos y nativistas. En una palabra, han devenido populistas de derecha insensibles a los derechos humanos.El declive de las viejas categorías de la segunda mitad del siglo XX y el proporcional auge de la contraposición entre socialdemócratas y populistas de derecha, que en el mundo resultan una dicotomía nítida, en la Argentina asoman muy desdibujados. El kirchnerismo ensambla una política económica que vulnera la libertad de mercado con los rasgos autoritarios típicos de los nacionalismos de derecha, pero al mismo tiempo se enmascara táctica y retóricamente con algunas de las reivindicaciones de la actual izquierda. Este último matiz precipita en la confusión a muchos comunicadores e intelectuales, que ingenuamente creen ver la posibilidad de que el peronismo migre hacia una posición socialdemócrata, lo que es tan disparatado como querer cultivar tomates en la Antártida: ¿cómo articular esa mutación con putinistas como Cristina Kirchner, corporativistas como Hugo Moyano y totalitarios como Gildo Insfrán, los tres en el corazón mismo del poder?Los llamados libertarios parecen vivir en 1990, en la era glacial que Fukuyama dejó atrás. Descreen de la educación igualitaria. Se burlan del calentamiento global llamándolo “invento de los comunistas”. Muestran desinterés por la cultura, como lo prueba su cosmovisión sobre John M. Keynes, la cual prescinde de su lucha por los derechos civiles, de su participación en el Grupo Bloomsbury o de su afinidad con Bertrand Russell. En esta materia siguen la tradición de los liberales conservadores argentinos: no olvidemos que el ingeniero Álvaro Alsogaray, cuando compró la quinta de Natalio Botana, hizo tapar con pintura a la cal el mural de Siqueiros que estaba allí. Son poco porosos ante esa dignidad que reclamaba el inmolado vendedor tunecino y, peor aún, terminan mimetizándose con los populistas de derecha: admiran a Trump y al partido español Vox. Sus presentaciones teatrales y callejeras tienen algo de ceremonia pentecostal. Suman como aliados a nacionalistas, evangélicos, militaristas y fervorosos malvineros. Imantan a los sub-30, es verdad, pero no por liberales, sino en tanto antisistema o antipolítica. Sus modales atrabiliarios y redentoristas no son democráticos. Sus insultos contra los políticos evocan al Perón de 1944, en cuyos discursos solía enunciar una disonancia dramática entre “nosotros, los soldados patriotas” contra “ellos, los políticos corruptos”. Kirchneristas y libertarios son las dos caras de una misma moneda: el populismo. Ambos propician soluciones simples para problemas complejos, en eso consiste a la vez su poder de seducción y su falla. Como toda nostalgia restauradora, atrasan: los primeros, 75 años; los segundos, 30.Por su parte, Juntos por el Cambio, que estaría llamado a ser esa socialdemocracia que en el mundo se contrapone a los populismos, en su entendible afán por sumar una masa crítica apta para enfrentar al peronismo entremezcla liberales auténticamente progresistas, preocupados por los derechos civiles y el respeto del individuo, herederos de la tradición de Stuart Mill, Bobbio, Rawls y Giddens, con conservadores a los que les brota cierta urticaria no bien escuchan vocablos como “izquierda”, “inmigrante”, o “gay”. A pesar de ese mestizaje, es el lote político fértil en sentido simbólico y práctico donde es posible pensar en un liberalismo inclusivo que ensamble una amplia libertad de mercado con una mirada de respeto a la identidad del otro, mirada que debe reforzarse cuando el prójimo está en problemas o es un histórico invisibilizado. Esa indispensable combustión es el antídoto contra los populismos.
Fuente: La Nación