Leí Homo Faber, de Max Frisch (1911-1991), hace 25 años. Después siguieron No soy Stiller, Digamos que me llamo Gantenbein y Barba Azul. Frisch, el más grande novelista y dramaturgo suizo de la posguerra, expresó con sabiduría el sentimiento trágico de la vida y percibió como pocos las oscuridades del corazón humano. Aun así, las obras de este autor que escribió en alemán y de cuyo nacimiento se cumplen hoy 110 años, esquivan el derrotismo. Magistral en el uso de la ironía, indagó en las tensiones entre el individuo y la sociedad, en la identidad personal, en el amor conyugal y las relaciones entre los sexos, con la precisión que solo la palabra poética concede.“Escribo lo que está dentro de mis posibilidades, no podría escribir como un cínico”, dijo a los 73 años. “Soy un pesimista existencial y mis novelas son escritos autobiográficos”.Arquitecto de profesión, alternó su labor periodística con la escritor. Sus obras de teatro revelan el influjo del teatro épico de Bertolt Brecht. Don Juan o el amor a la geometría (1953) aborda una tema caro a Frisch: la resistencia del individuo a complacer los roles sociales esperables. Así, el campeón erótico muda en displicente misógino y se entrega a la sobriedad de la geometría. Biografía (1967) explora el tópico de la identidad personal. Al personaje, disconforme con su propia vida, se le concede volver a transitar con total libertad. Lo desconcertante es que el final de su segunda historia duplica exactamente la primera.Homo Faber replica el derrotero del héroe trágico en el siglo XX. Walter Faber es un ingeniero cuya misión es “brindar ayuda técnica a los países subdesarrollados”. La confianza pírrica del técnico, que solo conoce aquello que puede producir, es su mayor debilidad. Intenta dirigir su vida apelando a la racionalidad consciente, pero un hado ingobernable toma las decisiones por él, conduciéndolo a enfrentar sus propios demonios. Como describió Juan José Millás: “Cuanta más racionalidad aplica a su existencia, más disparatada le sale”. Inmune a las señales del destino, que se terminará imponiendo brutalmente, Faber insiste: “Yo no creo en una Providencia ni en un Destino; como técnico estoy acostumbrado a calcular según las fórmulas de probabilidad. […] Las matemáticas me bastan”.El antihéroe de Max Frisch recorre el camino de regreso a su pasado, que lo interpela. El suicido de Joaquim, su amigo de juventud, en los campos tabacaleros de Guatemala; las ruinas de Palenque y Campeche que aprende a descifrar de la mano de Marcel; el calor abrazador de la selva; la travesía por mar y el encuentro incestuoso con Sabeth, la hija cuya existencia ignora. Recuperar el pasado es, al mismo tiempo, abrazar la vida cuando su final es inminente. El destino último: Atenas, cuna de la tragedia y del último encuentro con Hanna, su antigua novia y madre de Sabeth.George Steiner definió la tragedia como “la plasmación dramática de una visión de la realidad en la que se asume que el hombre es un huésped inoportuno en el mundo”. Cuando el hombre se siente “expulsado del mundo y sin hogar”, late la “tragedia absoluta”, cuya expresión insuperable son los versos de Sófocles: “Lo mejor es no haber nacido”. Faber lo confirma: “Lo que deseaba yo en aquel momento era no haber existido jamás”. El desenlace es la catástrofe, como corresponde a las tragedias. Sabeth muere en Grecia, Faber es diagnosticado con cáncer de estómago y sabe que sus días están contados. La conversación con Hanna, la arqueóloga, sella su conversión final.Y sin embargo el relato no es derrotista, sino liberador, como en Las Euménides o en Edipo en Colono, en las que una “nota de gracia” cierra la acción trágica. Walter Faber percibe cada vez con mayor nitidez conforme se aproxima el desenlace. Como Antígona y Edipo, que en las profundidades de su terco corazón saben la perdición que los espera, los héroes trágicos aceleran su temible final, atenazados por verdades que exceden el alcance de la comprensión humana. Ya no pueden torcer su suerte, ni evitar la desgracia. Están atrapados. Como enseñó Aristóteles, su suerte despierta en nosotros piedad, y la perspectiva de estar en sus zapatos, temor.El “pesimismo existencial” de Frisch replica la mirada intransigente de la vida que Esquilo, Sófocles y Eurípides cultivaron en el siglo V. Su Homo Faber emula el blend de quebranto y júbilo que experimentamos en los momentos finales de algunas tragedias, como si la intensidad de los padecimientos del héroe fuesen, al mismo tiempo, los títulos que acreditan su dignidad y su grandeza. Ennoblecido, Faber no se vuelve inocente, pero está purificado como si hubiera pasado por el fuego.ß
Fuente: La Nación