Apesar de haber transcurrido casi 60 años, el discurso de Fidel Castro del 17 de octubre de 1962 continúa siendo una biblia para quienes ven a los Estados Unidos como el imperio del mal y, a las clases medias, como el enemigo interno que obstaculiza cualquier transformación por su espíritu “reaccionario” y conservador.Con referencia a médicos que buscaron refugio en Miami, el comandante usó palabras que parecen referidas a los argentinos ahora varados en esa misma ciudad: “Lo que se ha ido es el pus de la sociedad cubana… ¡Y lo bien que se siente el cuerpo cuando elimina el pus!… Eso ha saneado mucho la atmósfera. Los gringos se llevaron la basura… ¡Allá los tienen! Sin duda que el país se ha depurado. A muchos los pusieron a fregar platos…”Y así Fidel Castro primero y Nicolás Maduro después favorecieron la emigración de sus opositores para consolidar una nueva hegemonía de corte totalitario, sin disidentes internos, sin libertades individuales ni justicia independiente ni libertad de prensa. En otros países de América Latina, con menor integración social, los enemigos del marxismo revolucionario han sido las “oligarquías”. En la Argentina, con su pasado inmigratorio, es la clase media, equilibradora de los extremos y reacia a las fantasías redentoras. Motor de progreso gracias a sus valores burgueses, como el esfuerzo personal, el ascenso social, las casas de renta, los plazos fijos y el ahorro en dólares.El presidente de la Nación hizo campaña sosteniendo que, durante los cuatro años previos a su gestión, se modeló un país para pocos, sin lugar para todos. Ahora, la Argentina está experimentando una regresión histórica, modelando un país para muchos… Para muchos pobres. Al exhumar las enseñanzas de las Cátedras Nacionales, revalorizar los escritos de Juan José Hernández Arregui y reciclar las prédicas de John William Cooke y Mario Santucho, para quienes lo nacional era solo el campo popular, no hay lugar para las clases medias. Las denostadas clases medias, eurocentristas y mercantilizadas deben ser reeducadas, exiladas o empobrecidas para no obstaculizar el proceso de liberación. En los hechos y con un discurso cada vez más explícito, el Gobierno intenta demoler los pilares sobre los cuales creció la Argentina hasta la mitad del siglo pasado. Ya ha destruido la moneda, desalentado el ahorro, condenado el mérito, ahuyentado la inversión, congelado alquileres, consentido usurpaciones y favorecido la inseguridad. Y conjuga, con igual convicción, verbos obsoletos del léxico chavista, como expropiar, usurpar, confiscar, estatizar, prohibir, aislar y confinar.El sector privado ha sido depredado, con cepos, congelamientos, impuestos y controles. Muchos de los empresarios más importantes del país se han mudado al exterior buscando otros horizontes para sus talentos y capitales. Lo mismo ocurre con jóvenes que recurren a sus bisabuelos para obtener pasaportes de la Unión Europea o solicitan visas para trabajar en países que son lo que Argentina pudo ser, como los Estados Unidos, Australia, Canadá o Nueva Zelanda. No odian el país, sufren verlo hermanado a Cuba, Venezuela o Nicaragua.El riesgo país ha llegado a 1600 puntos y la inflación se acerca al 50%. En ese contexto de desinversión y desempleo no es sorprendente que las clases medias caigan bajo el umbral de la pobreza, la que alcanza casi a la mitad de la población.Mientras el ministro de Economía y su colega de Producción no pueden introducir un mínimo de sensatez en la gestión de sus carteras, por someterse a los dictados del Instituto Patria, los discípulos de Cooke y Santucho trasladan el eje de la cuestión al Ministerio de Desarrollo Social, como si la pobreza pudiese superarse con voluntarismo oficial.Mediante el programa Potenciar Trabajo promete dar empleo a millones de desocupados, en un país sin inversión. Ese programa, como todos los demás, depende de recursos fiscales para ponerse en marcha y de un mercado vigoroso para que sus beneficiarios se engarcen en la cadena productiva nacional.Sin actividad privada, el Estado insolvente no puede financiar esos programas sin recurrir a la emisión, que implica mayor pobreza. Y, sin actividad privada, esos pequeños núcleos productivos carecen de viabilidad autónoma. Son subterfugios políticos que no liberarán a nadie de la pobreza, el desempleo, el trueque y la informalidad. Salvo a quienes los gestionan a cambio de paz social.Si el Banco Central y los ministerios de Economía y de Producción ahogan el motor del barco que naufraga, difícilmente Desarrollo Social pueda salvar a los náufragos subiéndolos al buque que se hunde. No hay duda de que el Estado no puede permanecer indiferente ante la crisis que angustia a la mitad de las familias argentinas. Pero cualquier programa social debe ser un complemento transitorio de un programa económico transformador, con inversiones en serio para recuperar la dignidad laboral de quienes han caído en la pobreza. En otras palabras, un país para todos de verdad. Y no solo para simular inclusión, creando cada vez más pobres.

Fuente: La Nación

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