El cricket es religión en India. El deporte colonial que permitió ganarle al viejo invasor británico es hoy un negocio que supera los 6.000 millones de dólares, con estrellas extranjeras que ganan hasta un millón al mes. Hace dos semanas, mientras el país sufría 3600 muertes y 380.000 contagios diarios, la Indian Premier League (IPL) seguía su torneo como si nada. Jugó partidos a metros de hospitales desbordados y bajo columnas de humo que llegaban de campos de cremación. “Estamos dando esperanza a millones de personas”, justificó la IPL. Burbujas “bioseguras”, aviones privados, controles periódicos y ambulancias en cada estadio. El New Indian Express dijo basta y suspendió su cobertura del torneo. “Nos parece incongruente que el festival del cricket esté en marcha en la India. Este es el comercialismo que se ha vuelto burdo. El problema no está en el juego, sino en su momento”, editorializó el diario. Inevitable, también la burbuja del cricket comenzó a fallar, las estrellas presionaron y la IPL tuvo que suspender el campeonato.Visible y global, el negocio del deporte queda expuesto inclusive con los Juegos Olímpicos que comenzarán en julio en Tokio, pese al rechazo de médicos y del ochenta por ciento de la población. El argumento no es solo el dinero de la TV. Porque también hubo Juegos en la Alemania de Hitler en 1936 y en Munich 72 tras la matanza de atletas israelíes. Y hubo Mundial en la Argentina de Videla. El fútbol, símbolo y espejo social, tiene mundo propio. Popularidad, identidad, ruido, lo que sea. Escribió el ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis tras la rebelión popular que frustró el sueño ricachón de la Superliga europea: “Agachamos la cabeza ante banqueros que casi hicieron estallar el capitalismo rescatándolos a costa de los más débiles. Aceptamos como natural el empobrecimiento de los sistemas de salud y educación públicos”, precarización laboral, desalojos y “abismales niveles de desigualdad. Miramos impasibles el secuestro de nuestras democracias y la eliminación de nuestra privacidad por parte de las gigantes tecnológicos. Todo esto lo pudimos soportar”. Pero no el fútbol. “Nuestro Rubicón moral”, ironizó Varoufakis.Una imagen del duelo entre Atlético Mineiro y América de Cali: un aistente ayuda a un jugador del equipo colombiano, afectado por los gases lacrimógenos que se lanzaban fuera del estadio Romelio Martinez en Barranquilla (RICARDO MALDONADO ROZO/)Hasta los propios comentaristas de las trasmisiones oficiales de TV, momento de libertad, afirmaban que no podía jugarse en esas condiciones. De fondo se escuchaban los estruendos. ¿En serio se mantendrá la Copa América en una Colombia sacudida por la crisis y una Argentina en pleno pico de pandemia? ¿Cómo no hacerlo si la Conmebol, según dijo el año pasado el presidente Alejandro Domínguez, espera que la Copa América le deje un ingreso que supere los 200 millones de dólares?Alejandro Dominguez, presidente de Conmebol (Imagen de TV/)Visible y global, el negocio del deporte queda expuesto inclusive con los Juegos Olímpicos que comenzarán en julio en Tokio pese al rechazo de médicos y del ochenta por ciento de la población. El argumento no es solo el dinero de la TV. Porque también hubo Juegos en la Alemania de Hitler en 1936 y en Munich 72 tras la matanza de atletas israelíes. Y hubo Mundial en la Argentina de Videla. El fútbol, símbolo y espejo social, tiene mundo propio. Popularidad, identidad, ruido, lo que sea. Escribió el ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis tras la rebelión popular que frustró el sueño ricachón de la Superliga europea: “Agachamos la cabeza ante banqueros que casi hicieron estallar el capitalismo rescatándolos a costa de los más débiles. Aceptamos como natural el empobrecimiento de los sistemas de salud y educación públicos”, precarización laboral, desalojos y “abismales niveles de desigualdad. Miramos impasibles el secuestro de nuestras democracias y la eliminación de nuestra privacidad por parte de las gigantes tecnológicos. Todo esto lo pudimos soportar”. Pero no el fútbol. “Nuestro Rubicón moral”, ironizó Varoufakis.El exministro de Finanzas griego, Yanis Varoufakis (REUTERS/)Hasta en la siempre castigada Palestina escuché una vez qué significaba el fútbol en medio de tanta asfixia. “Es nuestro espacio para olvidar dónde estamos y recordar quiénes somos”. El otro extremo, la final de la FA Cup inglesa que Leicester le ganó a Chelsea el sábado pasado en Wembley, fue histórica porque marcó el retorno del público. Templo y shopping. Equipos propiedad de magnate ruso y de grupo tailandés, sí, y jugando bajo un himno impuesto desde 1927 por el rey Jorge V, una canción escrita en 1847 por un sacerdote en la agonía de una tuberculosis que había contraído atendiendo enfermos. Todo un símbolo en un país que sufrió 130.000 muertes en la pandemia, como recordó el periodista Jonathan Wilson. Aquí superamos ya las 71.000 muertes, informan los noticieros generales. Los noticieros deportivos no lo ignoran. Pero al jugador contagiado le buscan reemplazo inmediato. Hay que seguir jugando como sea. En su vidriera muchas veces obscena el deporte expone la fragilidad en tiempos de pandemia. También su crueldad.Héctor Pochola Silva, símbolo de los Pumas en los 70, durante un partido ante Chile el 9 de julio de 1979Bien o mal, y negocios aparte, el propio deportista asume la ley no escrita de salir a la cancha como sea. Lo sabía bien Héctor “Pochola” Silva, capitán y entrenador Puma, símbolo glorioso del deporte argentino y a los 77 años dolorosa víctima reciente de la pandemia. También a él, en su momento dorado, una letra ridícula lo suspendió por seis años porque había filmado una publicidad en tiempos de amateurismo. “Pochola”, que destinaba ese dinero a su club de La Plata (Los Tilos), acató igualmente en silencio. Un viejo compañero a quién él muchos años antes había tenido que comunicarle que ya no sería titular convenció a Silva, ya veterano, que volviera a Los Pumas. Su despedida también fue en silencio. “Pochola” como símbolo de miles de deportistas que aman competir. Lo saben los burócratas de siempre. Que suelen armar reglamentos a veces miserables. Y contar billetes que no producen ellos.
Fuente: La Nación