La fragilidad social argentina, expresada en nuestros índices de pobreza e indigencia, no puede ser resuelta con los instrumentos y el enfoque que el Estado argentino utiliza. Hay un desacople evidente entre la complejidad del tema que se aborda y la obstinación en el uso de instrumentos insuficientes, inadecuados u obsoletos.Estas afirmaciones van más allá de quien ocupe el ministerio del área y de la política económica. Por supuesto que si la macroeconomía se estanca una década, todo es peor.En el caso argentino, la dimensión del fracaso está dada por ser un país que, durante casi todo el Siglo XX, mantuvo la pobreza en un dígito.Ahora bien, los fundamentos reales de la política social argentina son dos que están por detrás de las decisiones y que impiden formas alternativas de enfrentar la cuestión. Ideas-fuerza asociadas que constituyen la piedra basal de un modelo que se ha ido deformando desde la lucha contra la pobreza hacia el control de los pobres:En primer lugar, considerar a la pobreza como una “emergencia”, la esta idea de que hay que “salir del paso”, sin importar la calidad de las respuestas. Al no asumir la pobreza como un fenómeno persistente y creciente, se usa el argumento de la urgencia para justificar diseños de política precarios. En consecuencia, el Estado intenta -ineficazmente- lograr que, por medio de la distribución de recursos, las familias puedan sostener sus necesidades elementales. Cuando ese rol de “contención en la emergencia” se cronifica, es parte del problema a resolver y deja de ser un instrumento de superación del mismo. Sobre todo, porque impide u obtura la planificación. Toda la energía se consume en un presente absoluto y absorbente. La pobreza nunca puede resolverse de ese modo.En segundo lugar, suponer que el distribucionismo implica una mayor sensibilidad respecto del problema de la pobreza; y tratándose de un drama humano, se considera a la sensibilidad como un factor esencial para su resolución. En esa lógica, más se distribuye, más sensibilidad se expresa. Cada fracaso es leído como una defección ética y no como lo que centralmente es: un problema en la estructura socioeconómica que genera una baja tasa de capitalización social y humana. La persistencia en este tipo de respuestas obedece a múltiples motivos, pero fundamentalmente a uno: distribuir recursos es más rápido que generar capacidades y más fácil que gestionar programas complejos.Cuando el control de los pobres reemplaza el objetivo de superación de la pobreza, los criterios de velocidad y facilidad sustituyen a los de calidad en políticas públicas.No asociar la pobreza al conjunto de capacidades sociales y cognitivas, a las habilidades, al acceso a la información, al crédito, a la disponibilidad de infraestructuras, a la estructura fiscal, a las posibilidades de capitalización, etc. se corresponde con una visión extremadamente primaria del tema.La fábrica de pobreza inflacionaria es más rápida que todas las respuestas asistenciales juntas, por eso no hay política social exitosa sobre la base de supuestos macroeconómicos estrafalarios. Del mismo modo, suponer que solo la macroeconomía ordenada nos permitirá superar la pobreza es también una simplificación inaceptable.Si no facilitamos masivamente el acceso a experiencias laborales de los jóvenes pobres, si no alentamos la calificación personal, si atentamos contra el ahorro, si no protegemos las organizaciones económicas pequeñas desburocratizando su formalización y alivianando su carga fiscal, no digamos que luchamos contra la pobreza.El ideario distribucionista no es bueno ni malo en sí mismo, pero la verdadera lucha contra la pobreza se determina en otro registro de respuesta pública.Ser sensibles al dolor y atentos a buscar soluciones es una virtud, pero creer que es la sensibilidad la que va a resolver los problemas es un obstáculo para desarmar la madeja de uno de los asuntos más complejos que tenemos como sociedad.El distribucionismo nos impide pensar en soluciones que empoderen y emancipen a las personas y en cómo posibilitar un escenario más próspero extendidamente. Las inequidades requieren de un enfoque mucho más sofisticado que la estrategia de reparto de base estadística.De muestra alcanza un botón: si se asume que el trabajo genera mejores condiciones de integración y superación de la pobreza que los programas asistenciales, el debate en torno a la magnitud de los impuestos al trabajo, las reglas de acceso al primer empleo, los modos de formación de las personas por fuera de la educación formal, etc. deberían ser centrales dentro de la estrategia social. Y no lo son.Por lo demás, la pobreza tiene muchos rostros y Argentina es un país heterogéneo. En ese contexto, el hecho de que el peso de los gobiernos locales en las estrategias sociales esté tan maniatado, conspira contra las posibilidades de adecuación de las respuestas públicas. No es idéntica la situación y, por lo tanto, no pueden ser iguales las respuestas para jóvenes o personas mayores, con o sin experiencia laboral, mujeres u hombres, etc.A medida que se arraiga la idea de que la pobreza se resuelve únicamente distribuyendo, se lesiona la posibilidad de pensar en profundidad soluciones que trasciendan la angustia del día a día.No se trata de sensibilidad: se trata de estimular razonablemente el crecimiento económico y utilizar bien las políticas públicas. Argentina puede resolver la pobreza si dejamos de minimizarla como problema, de utilizarla políticamente y si diseñamos respuestas coherentes en el tiempo.Se necesitará un esfuerzo consistente, pero asumible. Derrotar la pobreza debe ser un norte compartido y toda manipulación de la misma ser considerada una verdadera traición cívica intolerable.Diputado Nacional provincia de Buenos Aires (UCR-Juntos por el Cambio)

Fuente: La Nación

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