Hay una cercanía manifiesta entre el teatro y la política: ambos son mundos de representaciones que crean realidad. Desde la tragedia griega (Esquilo), el teatro mutó hasta su expresión más excelsa, la tragicomedia (Shakespeare), que supera los límites del patetismo para volverse farsa. Similar trayectoria tiene la política argentina, con notas descendentes: la tragedia está deviniendo burla. La peste ha tensado al límite los sistemas institucionales de los países. La razón es el desconcierto frente a la pandemia (temporal) que se está volviendo endemia (permanente), y gobiernos que restringen libertades ante herramientas disponibles insuficientes y falta de respuestas. En eso de la prueba y el error, avanzan a tientas y retroceden, haciendo sintonía fina al andar (el uso de las máscaras por los vacunados y la insuficiencia de las vacunas son el mejor ejemplo). Nuestro país es la fiel representación de todo lo que no había ni hay que hacer. Todo. Los números hablan en el plano de la tragedia, desde su lenguaje irrefutable: caída del PBI, pobreza, inflación y muertos. Y ahora avanzan al de la comedia sin solución de continuidad, con una autoridad que no deja de dar pasos en falso. Tristemente no es para reír. Porque lo que está en juego es el sistema, que va siendo minado desde las bases ante cada falsa escuadra en el tablado. Los griegos llamaban apatheia a la abolición de las pasiones que llevaba al autocontrol. En política, sin embargo, es el peor estado para una sociedad: el descreimiento, la anestesia, que es el preludio de los mayores males, porque la inclinación es a buscar la salida por la tangente, en un marco de diáspora hacia fuera (emigrando, literalmente, del sistema) y hacia adentro (renunciando al sistema). Si, Dios quiera, se descarta la revuelta social, quedan dos vías de escape también graves: el voto en blanco y la tergiversación de los partidos políticos. La opción por la no opción como anticonducta, o la opción por lo que propone irresponsablemente implosionar desde adentro, haciendo la revolución desde el interior. Stand alone, nos clasificó el mercado, el otro gran mundo de representaciones moderno, pero con una esencia predictiva, que le permite prever movimientos, el sentido y la velocidad de las fuerzas que lo conforman. En su momento, el anglicismo no fue tomado con seriedad, tan solo un mote para entendidos. Y ahora resulta que no, que anticipaba nuestra cercanía a una de las categorías más peligrosas en las que puede entrar un Estado, la de fallido. En esas estamos, entre el llanto y la risa, bailando en el precipicio, con un hipernormativismo absurdo que intenta imponer un nuevo sistema de verdades, pero que, en su impotencia, es la expresión acabada del fracaso, de aparentes grandes ideas que no son más que el guion de un esperpento de mal gusto.ßExprocurador del Tesoro de la Nación

Fuente: La Nación

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