De alguna de esas ramas me colgué, con seis o siete años y los gestos tímidos de los niños que llevan demasiado departamento sobre sus hombros. El ombú me protegía, y así nomás, torpe y urbana, seguí divertida el hamacarse de mis pies en el aire. Subí un poco la mirada y me encontré con la de mi abuela, sentada en uno de los bancos que acompañaban, en círculo, las formas antiguas y amables que me sostenían.Años después, el ombú de parque Rivadavia, mascarón de proa de mi infancia, tuvo raíces, escondrijos y bullicio de pájaros que ofrecerle a mi hijo. A su sombra hizo amigos, jugó a las escondidas y se animó, de la mano del padre, a subirse a alguna de las ramas más altas. Yo los miraba y mi abuela, que no pudo conocer a ese bisnieto, de algún modo estaba allí, en el banco donde ahora yo me sentaba, tan parecido al que alguna vez había usado ella.El ombú de parque Rivadavia (Cristina Mahne/)“El nombre del mundo es bosque”, dijo Ursula K. Le Guin desde el título de uno de sus libros. Sin duda es así, y no solo por la belleza, el oxígeno, la suave trama de sombras, luces y susurros que entreteje cualquier arboleda. El mundo es árbol porque son ellos, seres de tierra y de aire, los que mejor nos recuerdan la trama íntima de la vida.Un árbol añoso está hecho de tiempo, de misterio, de cobijo silencioso. Un árbol joven, de pura promesa de continuidad. Ambos se multiplican en los pequeños seres que los habitan y en los que gracias a ellos pueden vivir. A uno lo disfrutamos gracias a los que nos precedieron; al otro lo plantamos para abrazar a aquellos que vendrán.
Fuente: La Nación