La pandemia del Covid 19 ha generado múltiples trastornos en nuestra vida personal, pero también nos ha permitido reflexionar sobre aspectos trascendentes ocultos por el vértigo en que vivimos. Uno de ellos se expresa en una palabra maravillosa con la que Aristóteles inmortalizó el nacimiento de la filosofía: admiración (en griego thaumazein). En el fragor de los problemas cotidianos, en los desafíos que día a día enfrentamos por ser nosotros mismos y encontrar la felicidad, olvidamos su enseñanza imperecedera. Escribe en el inicio de su Metafísica: “Pues todos comienzan, según hemos dicho, admirándose de que las cosas sean así” (Libro I, 983, a 14). Este sentimiento de admiración ante el mundo y ante el hecho de nuestra vida es el que a menudo olvidamos y deberíamos rescatar.En la infancia, nuestras experiencias básicas nos condujeron a descubrirnos viviendo en el mundo, en la extraña condición de no haber sido consultados previamente. Estamos fáctica y fatalmente en un mundo que no elegimos (ni tan solo se nos preguntó si queríamos estar en algún mundo). El descubrimiento de que estamos pero podríamos no estar, es un hecho portentoso. Del colosal asombro que nos provoca nacen las preguntas sobre el cosmos que nos rodea y todas las meditaciones sobre nuestro destino. Este es el primer principio de la filosofía, como muy bien enunció Aristóteles con genial simplicidad: “Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración” (libro I, 982, b 13). Aristóteles nos enseñó que el primer principio de la filosofía es la admiración que sentimos en nuestra comunión con la realidad, el asombro ante la maravilla de la vida, el pasmo profundo que emana del cosmos, el sentimiento atónito de descubrirnos respirando. La trascendencia deslumbrante del Universo, cuyos secretos indescifrables rinden a la razón; el estupor nacido de poderes prodigiosos, que nos hacen estar en la vida; un éxtasis de vocación hacia nuestros proyectos personales; la perplejidad de ser finitos y la fascinación de perpetuarnos; la comunión indisoluble con nuestro fondo insobornable; vivir un misterioso hechizo de esencias o la turbación de preguntas sin respuestas, son algunos de los significados que resume magistralmente el sentimiento de thaumazein que nos embarga al estar en presencia de lo real y de nosotros mismos. Sin la admiración en el habérselas el hombre con el portento de la realidad, no habría existido la filosofía, pero tampoco al arte, la ciencia y la moral. Nosotros, los occidentalizados hombres y mujeres de la information society, vivimos entretenidos pero rezumamos insatisfacción. Somos malvivientes éticos. Nos hicieron creer que bastaba la libertad y no fue cierto. Que bastaba la riqueza material y no fue cierto. Que bastaba el conocimiento y no fue cierto. Todos coincidimos en la importancia de vivir en libertad, de eliminar la pobreza y en el valor del conocimiento; sin embargo, seguimos desanimados, los años pasan y nuevas generaciones son condenadas a vivir en condiciones de vitalidad inaceptables. Buscamos un nuevo humanismo que parta quijotescamente a combatir la vida como una colección de quehaceres evanescentes y se abalance a galope tendido sobre las tentaciones compulsivas del utilitarismo material, que rebaja el valor de la persona al acto de comprar. Este humanismo de rostro nuevo es uno y lo mismo que la pasión contenida en el thaumazein aristotélico. El buen vivir, saber vivir bien, es saborear la vida, apreciar la admirable realidad del mundo. Autor de El torneo
Fuente: La Nación