No es tan novedoso el pacto que acaban de cerrar el oficialismo y la oposición para cambiar la fecha de las próximas elecciones. Hace 32 años, el 14 de mayo de 1989, se celebraban elecciones adelantadas en virtud de un acuerdo político entre el radicalismo gobernante y el peronismo opositor. Acuerdo que resultó un fiasco.Ahora se resolvió un retraso de apenas un mes, pero en aquella primera alteración pactada del calendario electoral -que no se fundó en ninguna pandemia sino en especulaciones políticas de ambas partes- se efectivizó el adelanto de elecciones presidenciales peor planificado que haya habido.Una imagen del “Menemóvil”, en la campaña de 1989, junto con Eduardo Duhalde, Carlos Grosso y Miguel Ángel TomaLa transferencia del mando permaneció anclada el 10 de diciembre (los mandatos constitucionales no pueden ser modificados), lo que significaba que durante seis meses y medio (lo normal son cinco o seis semanas) la Argentina tendría dos presidentes a la vez, el saliente y el entrante. Como si se hubiera aplicado la Ley de Murphy que dice que si algo puede salir, saldrá mal, el plan falló: pocos días después de las elecciones cayó el gobierno. Raúl Alfonsín se quedó sin poder. Y el carismático Carlos Menem, el triunfador, hasta ese momento gobernador riojano de proverbiales patillas, asumió la presidencia en una fecha sacada de la galera, el sábado 8 de julio (“me tiraron el gobierno encima”, bufaba), lo que entre otras cosas provocó un desbarajuste formidable con los mandatos de los legisladores nacionales, porque no pudieron sincronizarlos.Perón, por conveniencia partidaria, tras archivar una candidatura vicepresidencial de Evita ya en 1951 había dispuesto un extraordinario adelanto para noviembre de ese año de los comicios que debían realizarse en febrero de 1952. Eso también dejó una ventana larguísima, casualmente de seis meses y medio, hasta el cambio de autoridades, el 4 de junio de 1952. Pero esa vez, con desenlace previsto, no hubo cambio alguno. La ventana ni se notó. Perón fue reelegido, podría decirse, de manera rotunda. Ganó con la marca más alta de la historia, 63,51 por ciento.Lo de 1989, en cambio, estaba llamado a ser un hito de la alternancia digno de una democracia resplandeciente. Como ganó la fórmula Menem-Duhalde y no la oficialista Angeloz-Casella, la alternancia, desde luego, se produjo, pero quedó empañada por todo el marco traumático que tuvo: descontrol de la economía, hiperinflación, saqueos, represión, negativa del candidato triunfante a colaborar con la transición y finalmente caída del primer gobierno de la transición democrática (nunca antes había caído un gobierno constitucional tan cerca de la finalización de su mandato). La sucesión de Alfonsín por Menem era el primer traspaso entre presidentes de distinto partido desde 1916.En 1916, setenta y tres años antes, el conservador Victorino de la Plaza le puso la banda a Hipólito Yrigoyen. Esos políticos eran representantes de dos mundos tan antagónicos e inconexos que se vieron por primera vez las caras en el estrado del Salón Blanco. “Mucho gusto, doctor”, le dijo De la Plaza a Yrigoyen al calzarle la banda presidencial.Alfonsín y Menem, en cambio, se conocían de sobra. Hasta habían sido aliados años atrás con motivo de la consulta pública del Beagle (1985) en contra de buena parte del peronismo y, sobre todo, lograron entenderse años después, cuando hicieron el Pacto de Olivos que demarcó la reforma constitucional de 1994. Reforma que instauró la reelección presidencial consecutiva por un período.Raúl Alfonsín y Carlos Menem caminan por los jardines de Olivos el 31 de mayo de 1989, el día en que se decidió el adelanto del traspaso presidencialPrecisamente debido a ella el 14 de mayo es una fecha histórica por partida doble. Hace hoy 32 años Menem accedió al poder. Y hace hoy 26 años resultó el primer presidente argentino reelegido en continuado después de Perón.Quien haya vivido los dos 14 de mayo como mayor de edad difícilmente los haya olvidado. Ya sea porque ayudó al encumbramiento de Menem o porque trató de evitarlo. Y seis años después, porque quiso mandar a Menem a su casa o ratificarlo en el poder. Por lo común nadie se olvida de a quién votó. Otra cosa es la memoria pública: si fuera por lo que se dice en voz alta Menem casi no tuvo votantes. Pero los tuvo. Lo votó prácticamente la mitad de los argentinos.Menem asumió el 8 de julio de 1989; aunque antes de tiempo, se lograba el traspaso entre dos presidentes democráticosEn 1989 fueron ocho millones, el 47 y medio por ciento (contra 37 por ciento de Angeloz y 7 por ciento, en números redondos, de Álvaro Alsogaray). Y en 1995, acompañado por Carlos Ruckauf, llegó casi a ocho millones setecientos mil. Subió a 49,94 por ciento. Ese segundo 14 de mayo, cuando promediaban los 90, fue el día en que se quebró el bipartidismo y la primera vez que los radicales quedaron terceros: la fórmula Bordón-Chacho Álvarez, del Frepaso, sacó 29 por ciento (marca insuficiente para que se aplicara el ballottage) y Massaccesi-Hernández, de la UCR, arañó el 17 por ciento.El voto licuadoraLa mejoría de Menem en las urnas llegó a generar un sobrenombre. Se le decía voto licuadora. Muchos analistas hacían foco en la masa de votantes que quiso asegurarse la continuidad de las reglas económicas -el uno a uno- debido a su alto nivel de endeudamiento personal. A la vez Menem consiguió encarnar tras la crisis del Tequila, comienzos de 1995, el orden y la estabilidad, pese a que la situación económica empeoraba. De hecho, el declive del menemismo se verificó ya a comienzos del segundo mandato.Menem y Carlos Ruckauf celebran el triunfo del 14 de mayo de 1995 (Archivo/)Ningún otro presidente aparte de Menem fue elegido un 14 de mayo porque esa fecha, como queda dicho, había sido escogida arbitrariamente al adelantarse las elecciones de octubre. Las de 1989 fueron las últimas presidenciales que se hicieron con sistema indirecto y sin segunda vuelta. Y las de 1995, las primeras bajo las normas hoy vigentes.Poca gente las recordará por los marcos legales, tan asociadas como están a una época intensa, a una Argentina muy precisa.
Fuente: La Nación