Cuando era niño soñó con disputar un Mundial de fútbol vistiendo la camiseta de Argentina.Llegó a ser un jugador entusiasta y torpe, en partes desiguales, pues predominó la torpeza.Los profesionales muy habilidosos, se retiran pronto. Dejan el fútbol al no poder seguir jugando a la altura de sus glorias. Los amateurs, sobre todo los rústicos, prolongan la vida futbolera. No se lamenta la pérdida de dones que nunca se tuvieron. Siguió jugando en campos de pastos desparejos, hasta los 50 años, cuando cambió la competencia por la modalidad de Fútbol 5. El traicionero césped sintético era sacrílego, pero permitía continuar cerca de la pelota. Al jubilarse, colgó los botines. En la decisión, no influyeron los meniscos rotos, el sobrepeso, ni el cardiólogo. No soportó la compasión. Los jóvenes adversarios, primero, evitaron cometerle faul; luego, dejaron de marcarlo; pero, cuando ya nadie lo puteó, fue demasiado. Como todos los domingos, se encontró con los muchachos del “turno de las veinte”. Horario-antídoto de angustias domingueras. Se cambiaron en el vestuario donde se respiraba un blend de emanaciones de sobacos y entrepiernas, mingitorios llenos, inodoros ocupados y perfumes antitranspirantes. En ese sucucho, que escandalizaría a Greenpeace, mientras se disfrazaban de futbolistas, rieron por boludeces. Para el último partido, no llevó las vendas. Nunca logró que no se aflojaran durante el juego. Eligió zapatillas, en lugar de botines. La camiseta no fue cualquiera de las del último cajón. Desde una bolsa bien guardada, sacó la de las franjas celestes y blancas, con el 10 en la espalda. La que vistieron Kempes y Maradona. La de Messi. Los muchachos se sorprendieron cuando anunció: “Juego adelante”. Y luego al verlo intentar gambetas. Hubo un penal y no fue el autor de la falta. Lo derribaron al ingresar al área y pidió patearlo. Un toque al sitio opuesto dónde se arrojó el arquero. La pelota lamió la base del palo y salió. El penal errado no menguó el entusiasmo, que creció cuando comenzó a gritar sus goles. El primero; un centro que cabeceó hacia el pasto de mentira y el balón saltó para besar los piolines. El mejor, sobre el final. La empalmó de volea y “la caprichosa de Wolff” infló la red.En el momento de quitarse la empapada camiseta blanquiceleste, aunque muy devaluado, le pareció vivir aquel sueño infantil. No contestó cuando alguien gritó: ¡Nos vemos en una semana! Callado, acomodó el bolso y se marchó. El fútbol no perdió nada. Pero él, sí.
Fuente: La Nación