Pobreza estructural. Familias hacinadas en viviendas precarias e insuficientes. Jóvenes excluidos del sistema educativo. Barrios enteros sumidos en la marginalidad, carentes de servicios e infraestructura básica. Violencia, narcomenudeo y la desesperanza de no poder proyectar un futuro mejor en medio de la emergencia sanitaria. Profundizadas aún más y expuestas con mayor claridad por la pandemia, las múltiples crisis y situaciones de emergencia se superponen en el conurbano bonaerense. En un escenario que lleva décadas de postergación, las crisis sanitaria multiplicó el deterioro.¿Puede el conurbano sufrir un estallido social por el descontento latente acumulado? ¿Son suficientes las redes comunitarias y de asistencia estatal para contenerlo y sostenerlo? ¿O acaso el estallido ya comenzó, pero de manera silenciosa y resignada, en forma de pequeños conflictos y microestallidos? ¿Es el conurbano un territorio detonado, como dice el historiador Jorge Ossona, conocedor y estudioso de sus infinitas barriadas?Los programas de ayuda social y las redes comunitarias de los propios barrios vulnerables son lo que aún sostiene a un conurbano muy golpeado y en una situación crítica, delicada y compleja. El aumento del desempleo, incluso en ocupaciones informales, es uno de los efectos más crudos de la pandemia, que provoca un incremento en la pobreza y la desigualdad. Aunque no están las condiciones dadas para una conflictividad masiva y de gran escala, los pequeños episodios cotidianos de violencia y exclusión pueden ser considerados, como lo indican algunos analistas, un estallido silencioso y subterráneo.Los últimos datos oficiales del Indec muestran el avance del empobrecimiento y el desempleo en el conurbano, profundizados por la crisis sanitaria. Mientras que a nivel país la pobreza en el segundo semestre de 2020 fue del 42%, en el conurbano alcanzó al 51% de las más de 11 millones de personas que lo habitan. El único distrito urbano que supera esta marca es Gran Resistencia, en la provincia de Chaco. En los 24 partidos del conurbano, el desempleo supera el 14%, a diferencia del promedio a nivel país, que se ubica en torno al 11%. Estas cifras muestran que incluso quienes tienen trabajo, formal o informal, pueden también ser pobres.“Todo lo que se venía viviendo se agravó. En el verano hubo una merma en la cantidad de asistentes a los comedores. Hoy ese número de gente se volvió a acrecentar. Hay más gente en los comedores y hay que seguir sosteniéndolos. Pero hay recursos estatales y privados que ya no están. Muchos particulares que ayudaban hoy ya no pueden hacerlo. La situación es muy compleja y difícil. Se morigera a través de los planes que van surgiendo y las ayudas, pero no son soluciones definitivas. Mucha gente está sin trabajo. Hay comerciantes que cerraron y otros tantos que siguen cerrando. Mucha gente que estaba cambiando su estilo de vida retrocede, va para atrás. Y crece la violencia”, observó el obispo de San Justo, monseñor Eduardo García. De su diócesis dependen cuatro comedores y más de una decena de Hogares de Cristo, que asisten a personas en situación de calle, adictos en recuperación y quienes atraviesan problemas psiquiátricos. Todos se ubican en La Matanza, uno de los municipios más postergados del conurbano.La pobreza creciente se explica en parte por la falta de empleo y la reducción de las “changas” o trabajos informales en medio del aislamiento social impuesto para frenar la propagación del coronavirus. La inflación y la suba de precios de los alimentos completan el cuadro. Sin embargo, como se sabe, la mayoría de estos problemas estructurales ya estaban presentes antes de que surgiera la pandemia de coronavirus.“La desigualdad estaba ahí antes de la llegada del Covid. La pobreza aumenta de manera sostenida desde los años 90 sin que los períodos de crecimiento logren revertirla estructuralmente. La pandemia las agravó, pero sobretodo las puso frente a los ojos de toda la sociedad de manera brutal. Para unos, la cuarentena fue cuestión de pedir delivery, mirar Netflix y stockearse de vino. Para otros, pasó por hacinarse en una casilla, compartir el crédito de un celular entre siete hermanos para hacer los deberes de la escuela y empujar durante horas un carro para encontrar qué revender”, describió Rodrigo Zarazaga, sacerdote jesuita y doctor en Ciencia Política.Testeos y relevamiento de vecinos con síntomas en Villa Itatí, partido de Quilmese (Hernan Zenteno/)La pobreza y la desigualdad no solo afecta a los adultos. Casi un 73% de los niños del Gran Buenos Aires son pobres, según las últimas cifras oficiales. A esto se agrega la falta de conectividad, que impide acceder a las clases virtuales para continuar con la escolaridad.“Los hogares han financiado y sostenido la conectividad con sus propios datos móviles. No obtuvieron un servicio más robusto o permanente. Hay una fuerte desigualdad educativa. Se acentuó la diferencia entre escuelas públicas y privadas. El vínculo vía digital no tiene la misma calidad ni misma regularidad. Los chicos de barrios populares han suspendido toda actividad escolar. A lo sumo intercambian mensajes por WhatsApp con la escuela. Pero se genera un deterioro, que produce una expulsión del sistema educativo”, afirmó Agustín Salvia, director del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA).En una línea similar, el intendente de Tres de Febrero, Diego Valenzuela, consideró que “la pandemia aleja a los niños de la escuela. La virtualidad en muchos casos es la fachada de una no educación, porque muchas familias no tienen acceso a la conectividad y la tecnología”.Por su parte, el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, sostuvo que la conectividad debe incluirse entre las necesidades básicas de los barrios. “La pandemia expuso la desigualdad educativa. La conectividad forma parte de las necesidades básicas de un barrio y de la urbanización, que no es solo construir calles o cloacas. La inclusión de un barrio hoy pasa también por ese lado. Vamos a urbanizar 400 barrios populares por año. Están dadas todas las condiciones para que sea una política de mediano y largo plazo que continúen otros gobiernos”.Sin escuelas a las que asistir o trabajo del cuál ocuparse, y ante la falta de oportunidades y horizontes, miles de jóvenes se inclinan hacia la droga como vendedores o consumidores, en barrios donde los narcos han ganado un espacio creciente.“En los Hogares de Cristo se triplicó la cantidad de personas que se acercan para empezar su recuperación. Muchos chicos que estaban en tratamiento han vuelto a la calle y han vuelto a la droga. Muchas familias han perdido a los chicos nuevamente. También se triplicó la cantidad de abuelos en situación de calle. Han mermado los recursos y también los voluntarios, por miedo a los contagios o por muerte. Tenemos un cuello de botella: más gente que atender, sumado al problema de la falta de recursos. Hay mucho agobio y mucho cansancio”, sostuvo el obispo García.En ese sentido, Zarazaga sostuvo que “el narcomenudeo termina siendo una de las pocas alternativas de movilidad social. Si el joven no tiene esperanza, la droga se convierte en una salida; ya sea como consumidor o como dealer. La cuarentena complicó el cuadro, porque al limitar los lugares de contención como la escuela, la capilla, el templo o el club, volcó a los jóvenes a la calle. Los deja más vulnerables”.Además, en muchos casos, los propios vendedores de droga asisten con recursos económicos al resto del barrio. “Hoy los narcos tienen una buena reputación, cosa que antes no sucedía. Eran vistos como los que envenenaban a los pibes. Ahora cumplen una ‘función social’, se podría decir. Les interesa traer estabilidad para preservar su negocio”, sostuvo el historiador Jorge Ossona.Se trata de un problema de difícil solución. “La situación con la venta de droga es muy crítica en los grandes centros urbanos del país. El que vende droga gana más que el que trabaja y termina construyendo un sistema de crédito paralelo en el barrio. El eje central de las políticas para solucionar esta problemática pasa por el trabajo y la escuela. Por eso, lanzamos el programa Potenciar Jóvenes, que brinda una beca para financiar un emprendimiento de jóvenes de hasta 29 años. También hicimos una ampliación de las Becas Progresar”, expresó el ministro Arroyo.A la venta de droga, la deserción escolar, la creciente pobreza y desigualdad, se le suma una importante crisis habitacional. Todos los días, las tomas de tierras se multiplican. “El déficit habitacional y de servicios es estructural. Las obras son muy lentas y siempre van por detrás del crecimiento demográfico. Con la pandemia se agravó aún más. En las villas y asentamientos ha habido un deterioro importante de la vivienda”, observó Salvia.Estas emergencias múltiples se conjugan para dar lugar a la amenaza de un estallido latente, expresado en pequeños conflictos diarios. “Se suele determinar que acá no hay estallido social. Nadie duda que existe una red de contención. Pero es insuficiente y la gente se la tiene que rebuscar. Es una cultura de la insuficiencia, del déficit, del nunca llegar. Acá hay dos situaciones esterilizantes: la pandemia y las elecciones. Vamos a ver qué pasa el año próximo, muy complicado en lo económico. Hoy hay conflictos capilares todos los días en el conurbano. Son microestallidos y protestas, que se reflejan en múltiples problemas: peleas de vecinos, enfrentamientos violentos entre grupos, tomas de terrenos, casos de violencia familiar y de género”, observó Ossona. “Diría que es un territorio detonado”.¿Qué sostiene y contiene al conurbano? ¿Qué impide que estos microconflictos y pequeños estallidos se magnifiquen? Las redes comunitarias y los programas de asistencia social son la respuesta. “La organización comunitaria es lo que está sosteniendo a las barriadas en estos momentos tan difíciles”, afirmó García.Para Arroyo, “no hay condiciones para un estallido porque hay un montón de gente trabajando y poniéndole el cuerpo. En los barrios hay una inmensa red social llevando adelante un trabajo enorme. Sumado a mucha política pública, es lo que ha sostenido la situación social en nuestro país”, afirmó.¿Son suficientes la acción del Estado y las redes de contención de la propia comunidad? No hay una respuesta clara. “Hay un Estado que realiza un esfuerzo grande de transferencia de recursos a los más pobres. Lo que ocurre es que es un Estado gaseoso, llega con poco orden y consistencia. Le falta información y eficiencia”, opinó Zarazaga.La insuficiencia en las ayudas no necesariamente se traduce en un estallido tal como los de 1989 y 2001. El miedo al contagio y la falta de perspectivas de mejora hacen que muchos se enfoquen en subsistir. “Un estallido tiene sentido cuando provoca algún cambio. Acá, la sensación es que después del estallido viene más de lo mismo y nada va a cambiar. La gente va tirando. Está agotada, deprimida, cansada. Hay mucho desgano. No hay fuerzas para el estallido”, dijo García.En una línea similar, Salvia observó que “los segmentos populares están recluidos y atemorizados frente a la pandemia. Se ven afectados por la situación socioeconómica. Y asistidos por planes de ayuda social que mínimamente les garantizan un piso de protección social de transferencia de ingresos”.¿Cómo empezar a solucionar un panorama tan adverso, desafiante y complejo? El trabajo es una posibilidad. “Hay que dejar de hablar de contener o sostener –dice Valenzuela–. El conurbano se tiene que poner en marcha, alentando el trabajo, las pequeñas empresas y emprendimientos, la economía del conocimiento. La primera y única respuesta tiene que ser el trabajo. Necesitamos claridad respecto a cómo pasamos del plan social al trabajo, de la crisis a la inversión y a la producción”.
Fuente: La Nación