Noventa años después de la llegada de los primeros alemanes, la cocinera rescata las anécdotas que le contó su abuela Liesbeth, ama de llaves de Helmut Cabjolsky –el fundador del pueblo–, famosa cocinera y una de las últimas aventureras en morir.”Llegaban a lomo de burro, después que el tren los dejara en Alta Gracia. Ahora hay árboles y pasto, pero en ese entonces todo era piedra, aridez y viento”, cuenta Isabel “Beli” Mehnert (44 años), la nieta de Liesbeth Mehnert, una de las últimas pioneras en dejar este mundo. Nos recibe en Edelweiss, su restaurante de La Cumbrecita, que queda a unas cuadras de la mítica Casa de Té Liesbeth, que ahora maneja su madre, Regina Lietz. “Los pioneros tenían una energía especial y un amor incondicional por este lugar. Los impulsó el entusiasmo. No planificaban fundar un pueblo”, reflexiona sobre la historia que escuchó de boca de su abuela paterna.Klaus, el papá de Beli, a los hombros de Kurt, su abuelo. (Paula Teller/)”Se llamaba Isabella Magdalena Gitter, era hija de madre soltera y había nacido en 1910, en Mittweida, Alemania. Quedó huérfana, era muy pobre y cuando tenía 14 años consiguió trabajo en una granja vecina. El cochero que la fue a buscar terminó siendo mi abuelo. Nunca más se separaron”, relata. Y agrega: “Después pasó a ser ama de llaves de la familia Cabjolsky en Berlín. Se fascinaba con las tortas que veía a través de las vidrieras. Para que se formara, su jefe le pagó un curso de cocina. Ella siempre se inclinó por los dulces”.En las sierras”En 1932 Siemens trasladó a Helmut Cabjolsky a la Argentina y mi abuela aceptó venir, solo si podía traer a su esposo. Dos años después su jefe compró este campo que hoy es La Cumbrecita y sus cuñados, los hermanos Behrend, vinieron a trabajarlo”, cuenta sobre aquellos comienzos signados por la aventura. “Mientras Cabjolsky generaba el dinero y venía de vacaciones, los hermanos de su mujer se instalaron acá con una carpa, pusieron un vivero y se dedicaron a la construcción”, agrega.Liesbeth Gitter con su esposo, Kurt Mehnert, y su hijo Klaus, en los años 40. (Paula Teller/)Cuenta que, mientras tanto, en Alemania comenzaba a crecer el odio hacia los judíos y que entonces tanto los Cabjolsky como los Behrend se dieron cuenta de que no podían volver. “Vinieron por trabajo, pero se quedaron por la guerra”, asegura Beli. Entonces, lotearon el campo y le vendieron parcelas a varios amigos. “Levantaron el Hotel La Cumbrecita y mi abuela hizo la carta. Los visitantes se quedaban al menos un mes y necesitaban pensión completa. Ella no tenía herramientas de cocina, pero cada vez que alguien venía de Buenos Aires, le traía algo. Había sensación de comunidad”, cuenta Beli.Klaus es el papá de Beli y el segundo inmigrante en nacer en la zona. (Paula Teller/)Después abrieron más hoteles: Las Verbenas, Las Cascadas y El Danubio. “Aquí ya vivían un par de criollos que los ayudaron a trabajar el adobe, porque no había cemento”, detalla Beli y agrega que en 1940 sus abuelos construyeron su casa donde hoy funciona la mítica confitería. Tuvieron un único hijo, Klaus (79 años), que es el papá de Beli y el segundo de los inmigrantes nacidos en la zona, después de la hija del médico. “Era un lugar para aventureros. Totalmente desolado. Los pinos son implantados. El Gobierno otorgaba créditos para forestar y hacer papel. No calcularon que no sería fácil llegar hasta acá para la tala y comercialización. Por eso quedaron”, apunta.La confitería de Liesbeth, ahora en manos de su nuera, Regina Lietz (madre de Beli Mehnert). (Paula Teller/)Un hallazgo”Antes de empezar a venderlas, mi abuela le hacía las empanadas de frambuesa a mi papá. Primero eran de manzana, como un strudel. Pronto se convirtieron en boom”, apunta acerca de la delicia que ella ofrece en Edelweiss y que su madre, descendiente de alemanes del Volga, prepara en la confitería que fue de Liesbeth.Edelweiss queda en la calle principal del pueblo, a pocos metros del puente. (Paula Teller/)”Mi abuela volvió a Alemania en 1991, después de la caída del Muro. Sus amigos le pagaron el viaje. Fue a ver la casa donde había vivido, en el lado oriental. Contaba que todo estaba exactamente igual. Yo la llamaba Oma y hablábamos en alemán. Era una mujer abierta, espontánea y aceptaba los cambios. Era un desastre para las finanzas, pero era feliz con que la gente probara sus platos. Y si bien era divina, tenía su carácter: se hacía lo que ella quería”.Las famosas empanadas de frambuesa de Liesbeth que hoy vende Beli. (Paula Teller/)Cuenta que en los últimos años de su vida tuvo artritis reumatoidea, le dio un ACV y quedó afásica. “La vi sufrir durante seis meses y fue muy triste”, agrega y se le nublan los ojos. “Prefiero recordarla dándole chocolatines a escondidas a los perros”, dice sobre este personaje célebre de La Cumbrecita que murió a los 94 años, en 2005, como una de las últimas pioneras. “Falleció en febrero y mi hija mayor nació en junio. Su llegada nos ayudó a sobrellevar la ausencia”, agrega.Kurt y Liesbeth. (Paula Teller/)Volver al pagoBeli Mehnert, al frente de Edelweiss. (Paula Teller/)Beli cursó el secundario en Villa General Belgrano. Después vivió tres meses en Alemania, donde trabajó como secretaria de Siemens, “pero no aguanté. Quería hacer algo que tuviera un resultado tangible”. Estudió kinesiología en Córdoba, conoció a su ex marido y se volvió a La Cumbrecita cuando tenía 26 años. Tuvo dos hijas que hoy tienen 14 y 12 años, y aman vivir en este pueblo de mil habitantes estables.”Abrí Edelweiss hace doce años. Siempre estuve en contacto con la cocina. Es un restaurante de comida alemana no tradicional. Sirvo platos como salchicha a la pizza. Es una idea de mi pareja actual, que es un uruguayo con mucha inventiva. Sabemos que la materia prima es fundamental. Y lo que cocinamos se come fresco porque no tiene químicos. Al igual que mi abuela, disfruto al ver cuando prueban lo que preparo”, asegura.Edelweiss está abierto todo el día. (Paula Teller/)Y después de deleitarnos con las deliciosas empanadas de frambuesa, resume: “Uno ama u odia La Cumbrecita. En mi caso, tuve que irme para extrañarla y ahí volver. Aquí hay turismo todo el año. Cuando era chica, lo detestaba. Pero cuando volví, entendí todo. Sentí que mientras el pueblo crecía se dejaba de hablar de los pioneros. Desde entonces, mi gran impulso es mantener vivo el legado de esos viejos aventureros que levantaron este pueblo a fuerza de solidaridad. Y lo cierto es que, como mis hijas, yo también soy feliz acá. Me gusta que todos nos conozcamos por el nombre”.

Fuente: La Nación

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