La sobreexposición en redes sociales puede dar buenos y malos resultados, e incluso puede ser monetizable. En un thriller cosecha 2021, Emmy Jackson, una influencer británica con más de un millón de seguidoras, aconseja a madres desde su cuenta @mama.sin.secretos, donde comparte su propia rutina familiar, guiada por una experta agente, Irene. Fogueada en el periodismo y la edición, esa actividad le permite a Emmy disfrutar una vida holgada junto a Dan, su esposo novelista, y dos hijos pequeños: Coco y León. A ella no le preocupa “editar” -por no decir falsear- sus vivencias domésticas para captar el interés de las seguidoras y, de paso, sumar ganancias. Pero tal vez no sea una buena idea compartir online información personal con imágenes de menores.La historia de La influencer, el “thriller doméstico” indaga métodos y consecuencias indeseadas del éxito de los influencers. Pero la primera novela de Ellery Lloyd -seudónimo elegido por la pareja integrada por la periodista y editora Collette Lyons y el escritor Paul Vlitos- da un paso más hacia lo macabro. HarperCollins publicó People Like Her en enero de este año en Estados Unidos y el Reino Unido, y el sello Motus (de Trini Vergara Ediciones) la lanzó este mes en España, México y la Argentina como La influencer, con traducción de Constanza Fantin Bellocq.”People Like Her” se publicó en enero de 2021 en Estados Unidos y el Reino Unido, y en septiembre en México, España y la Argentina (Maqueta/)Vertiginosa y sin pretensiones, la novela está narrada por la ‘momstagram’ Emmy, Dan y una voz anónima, hater de la influencer londinense. “El momento principal para publicar es después de que los niños se van a la cama, cuando mi millón de seguidoras se han servido la primera copa de vino y han optado por zambullirse de cabeza en el agujero negro de las redes sociales antes que juntar energías para hablar con sus esposos -cavila Emmy-. Así que es entonces cuando publico mis actualizaciones, que parecen muy espontáneas, pero ya estaban prefotografiadas y escritas”. El éxito de sus posteos se refleja en los contratos con empresas que quieren publicitar sus productos entre “mamis” y en la cantidad de obsequios que inundan la casa. Como contracara, es víctima del ciberacoso.Si bien la pareja de autores bautizada como Ellery Lloyd (¿en homenaje a Ellery Queen, otro escritor de dos cabezas?) advirtió que habían querido mostrar “las dos caras de la moneda de las redes sociales, la mala y la buena”, sin intención de desacreditar a los influencers y su trabajo, la novela presenta a Emmy por lo menos como volátil cuando da un giro a sus posteos por pedido de los auspiciantes. Su esposo -un novelista que se siente fracasado al darse cuenta de que finalmente no será elegido por la revista Granta como una promesa literaria de su país- nota la transformación de la pareja. “Muchas veces, en la época en que trabajaba en revistas, Emmy volvía a casa y me contaba cuánto le pagaban a una influencer idiota para escribir cien palabras ridículas y posar para una fotografía, o ser anfitriona de algún evento, o decir bobadas en un blog”.Una de las “bobadas” de Emmy (promocionar una moda y luego desentenderse cuando llueven las objeciones) desata la tragedia y activa la intriga. En la vida extraliteraria, varios influencers, o bien agotados de batallar con seguidores indeseables, o bien en problemas con la ley, debieron despedirse de las redes sociales.Otro thriller lanzado este año, Las niñas que soñaban con ser vistas (Suma), del actor y escritor Pablo Rivero, ahonda en los riesgos de la sobreexposición en las redes, en especial cuando se trata de niñas y adolescentes, eventuales víctimas de psicópatas y abusadores ocultos entre hashtags, stories y alias. En Mi nombre es Greta Godoy (Planeta), de la madrileña Berta Bernad Cifuentes, se cuenta la historia de una joven que decide cerrar su cuenta de Instagram, que tiene dos millones de seguidores, para conectarse con alguien que ha quedado olvidada en el camino de la fama: ella misma. Las ficciones resisten la dictadura del like.Así empieza La influencerCreo que es posible que me esté muriendo.De todos modos, ya desde hace un tiempo siento como si la vida me pasara por delante de los ojos.Mi primer recuerdo: es invierno, a comienzos de la década de 1980. Llevo puestos unos mitones, un gorro mal tejido y un enorme abrigo rojo. Mi madre me arrastra por el jardín en un trineo azul de plástico. Luce una sonrisa rígida. Parezco estar completamente congelada. Recuerdo el frío que sentía en las manos con esos mitones, los bandazos que daba el trineo en cada hoyo o montículo, el crujido de la nieve bajo las botas de ella.Mi primer día en el colegio. Llevo una cartera de cuero marrón, con mi nombre escrito en una tarjeta que asoma por una ventanita de plástico. EMMELINE. Uno de mis calcetines, de color azul marino y largos hasta la rodilla, está caído alrededor del tobillo; llevo el cabello atado en dos coletas de un largo ligeramente desigual.Polly y yo a los doce años. Estamos pasando la noche en su casa, con pijamas a cuadros, mascarillas cosméticas de barro en la cara, esperando que las palomitas de maíz estallen dentro del microondas. Nosotras dos, algo mayores, en el vestíbulo de su casa, listas para ir a la fiesta de Halloween donde me 8 dieron el primer beso. Polly disfrazada de calabaza. Yo, de gata sensual. Otra vez nosotras, en un día de verano, con vaqueros y botas Doc Martens, sentadas con las piernas cruzadas en un maizal seco. Con vestidos de tirantes y gargantillas, listas para nuestro baile del instituto. Un recuerdo detrás de otro, una y otra vez, hasta que comienzo a preguntarme si puedo pensar en algún recuerdo individual de mi adolescencia, emocionalmente significativo, en el que no esté Polly, con su sonrisa torcida y sus poses torpes.Solo cuando me detengo en ese pensamiento, me doy cuenta de lo triste que resulta ahora.De los veinte a los veinticinco años, todo está bastante borroso. Trabajo. Fiestas. Bares. Comidas en el campo. Vacaciones. Para ser sincera, de los veinticinco a los treinta y pocos, los bordes también están borrosos.Hay cosas que nunca olvidaré.Dan y yo en un fotomatón, en nuestra tercera o cuarta salida. Tengo el brazo alrededor de sus hombros. Los dos con una frescura absurda en la cara. Él está increíblemente guapo. Nuestro gesto de enamorados raya en lo ridículo. El día de nuestra boda. El guiño que le hago a una amiga detrás de la cámara mientras pronunciamos los votos, la expresión solemne de Dan cuando me coloca el anillo en el dedo.La luna de miel: ambos bronceados y felices en el bar de una playa de Bali al atardecer.A veces, me cuesta creer que en otra época fuimos así de jóvenes, así de felices, así de inocentes.
Fuente: La Nación