Lo han dicho casi todos los escritores que escribieron sus memorias. El recuerdo cambia lo recordado; el presente borronea, traiciona, deforma, lo que acaba de pasar.Hace una semana, en este mismo suplemento, apareció una reseña firmada por mí sobre El ensayo personal, de Victoria Ocampo, selección de las diez series de Testimonios de la fundadora de Sur, compilada por Irene Chikiar Bauer, con una introducción de esta escritora. En esa investigación, la crítica literaria menciona en varias oportunidades por su apodo al que fue esposo de Victoria, Luis Bernardo de Estrada. El apodo era “Monaco”, pero Chikiar Bauer lo escribe “Mónaco” en su prólogo. Los que conocimos a Victoria y la tratamos, la hemos escuchado referirse a aquel hombre, del que terminó por separarse, como “Monaco”. Ella murió el 27 de enero de 1979, es decir, hace más de cuarenta y dos años. Quienes fueron sus amigos más cercanos y los que nos contábamos entre quienes frecuentábamos sus casas y su círculo somos cada vez menos, por una simple cuestión etaria. Quizás esa sea una de las razones por las que, en los últimos tiempos, en ensayos, artículos y entrevistas con estudiosos de la obra de Ocampo, el que fue su marido aparece como “Mónaco”; es decir, se ha convertido una palabra de acento prosódico grave en una esdrújula (el efecto Grace Kelly-Rainiero).La seriedad de Chikiar Bauer como investigadora la ha convertido en una autoridad; por lo que, mientras leía su texto, empecé a conjeturar que también yo habría borroneado el recuerdo de Victoria, a pesar de que aún oía su voz pronunciando “Monaco” la primera vez que estuve en Villa Ocampo para comer con ella en 1963. Ese apodo me quedó muy grabado porque nunca lo había oído antes y me sonó más que raro.Antes de redactar esta columna, consulté sobre el tema a dos amigos coetáneos muy cercanos a Victoria. Los dos me dijeron que “Monaco” era la versión correcta del apodo. Además, María Esther Vázquez, en la biografía Victoria Ocampo. El mundo como destino, lo escribe siempre como palabra grave. Los lectores dirán que se trata de un detalle frívolo. Probablemente tengan razón. Pero no para nosotros: están cambiando nuestras vidas antes de que dejemos este mundo.Uno de mis amigos “consultores” me hizo una reflexión muy graciosa por WhatsApp: “Es de sentido común. Mirá, si lo va a llamar como el principado. ¡Es muy criollo Monaco!”. Cierto. Si el esposo de V. O. hubiera sido “Mónaco”, ella jamás se habría casado con él.Mónaco es un principado minúsculo: ¡202 hectáreas! En términos de la época dorada de la Argentina, cuando las estancias tenían miles de hectáreas en la pampa húmeda, poseer solo 202 era una indignidad. Una mujer de esa clase solo habría llamado “Mónaco” a su marido para humillarlo, volverlo impotente, anular el matrimonio por la Rota Romana y casarse de nuevo por iglesia con un apodo digno; claro, una iglesia levantada por la nueva novia para convertirse en marquesa pontificia, el sueño realizado de Adelia Harilaos de Olmos, y la pesadilla “aspiracional” de Eva Duarte de Perón, que jamás consiguió el título.Convengamos que las clases altas de la época, ya fuera en la Argentina o en el extranjero, eran temibles en cuanto a los apodos. Concepción Unzué de Casares, propietaria de 60.000 hectáreas, de las cuales 400 eran parte del parque y del bosque que rodeaban el casco de la estancia Huetel, un castillo estilo Luis XIII, nada pudo hacer contra su destino: era conocida como “Cochonga”. Uno de sus sobrinos, el piloto y playboy Martín de Álzaga Unzué, se hizo famoso como “Macoco”. En París, el conde Robert de Montesquiou-Fezensac, árbitro de la elegancia de la Belle Époque, poeta y dandy al que Proust tomó como modelo de su personaje el barón de Charlus, se apodaba “Quiou-Quiou”. Los descendientes del emperador Napoleón, los condes Giuseppe Napoleone Premoli y Luigi Premoli, fotógrafos preferidos de la alta sociedad europea, eran llamados “Gégé” y “Loulou”: casi un manifiesto.Respetemos, aunque sea, los apodos del pasado.
Fuente: La Nación