Entre los fenómenos que impulsó la pandemia, el del éxodo hacia las afueras de las ciudades parece ser uno de los más destacados: el teletrabajo permite a muchas personas acercarse a la naturaleza y abandonar el cemento. Sin embargo, los habitantes de las ciudades no deben cejar en sus reclamos.Los niveles de polución son uno de los aspectos más preocupantes de las grandes urbes. No solo se trata del impacto ambiental. La contaminación visual puede considerarse de efectos menos dañinos en lo físico, pero es igualmente agresiva para los habitantes. Basta pensar en la cartelería publicitaria que crece en altura a los costados de rutas y autopistas, con su peligrosa carga distractiva para los conductores. O los grafitis, murales, pegatinas que se potencian en tiempos electorales, condicionando miradas y obstaculizando la visión desde distintos soportes. Un eslogan explosivo, una imagen llamativa, un repertorio de significados que nos bombardean, “un grito en la pared”, como muchos lo califican, puede afectarnos seriamente.En busca de solaz, difícilmente podamos alzar los ojos al cielo sin cruzar infinidad de cables y postes. Algunos barrios de la capital vienen siendo testigos del intenso trabajo de tendido de conexiones por parte de empresas cableoperadoras sin la debida supervisión por parte de las autoridades. Escaleras mediante, los pesados rollos pasan del piso al aire para engrosar los metros y metros de desordenadas matas negras que atraviesan avenidas, calles y bocacalles, traspasando también arboledas y montándose salvajemente en las terrazas de los edificios, de poste en poste. ¿Cuándo comenzaremos a exigir el soterramiento? ¿Por qué mantenemos estas infraestructuras de cables eléctricos de media y baja tensión, de televisión, internet, alumbrado público y torres de telefonía obsoletas y peligrosas? Distintas ciudades del mundo llevan adelante iniciativas para “limpiar” especialmente las zonas turísticas. Deberían contemplarse modalidades de tendido de cables diferentes. Como si todo esto fuera poco y aunque parezca un contrasentido, el siglo XXI ha sumado un ingrediente casi medieval al escenario urbano con el regreso de vendedores que, mediante el uso de megáfonos, ofrecen comprar distintos objetos. Son la versión contemporánea de los chatarreros que a cualquier hora avanzan en sus vehículos en busca de bienes de descarte. Sin horario, con preferencia por feriados y fines de semana y sin límite de decibeles. Aunque parezca increíble, el código contravencional porteño establece que su labor no constituye contravención. A lo sumo, si un vecino realiza una denuncia por ruidos molestos, algún oficial de policía instruirá al molesto transporte para que se llame a silencio en determinado tramo del recorrido.Los legisladores porteños deberían ocuparse de todas estas cuestiones que tanto afectan la vida cotidiana. Los espacios compartidos deben ajustarse a las normas y las normas deben dar respuesta a las demandas ciudadanas. Esa es la distancia que media entre la urbanidad y la ley de la jungla.

Fuente: La Nación

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