“¿Quién me va a vacunar?”, pregunta Catalina en la puerta de la posta de inoculación que está en el Santuario de San Cayetano, en Liniers. Un gorro de lana colorado cubre su cabellera blanca y escasa y la destaca sobre el resto de la gente que espera. Tiene alrededor de 80 años y una enfermera se acerca para acompañarla a sentarse junto a uno de los cuatro escritorios que hay en el lugar. Sus manos huesudas aprietan unas bolsas que acomoda en el piso mientras la ayudan a sacarse el abrigo. Responde con pocas palabras a las preguntas que le hacen sobre su estado de salud y mira de reojo la jeringa que le están por inyectar. Ya está al tanto de todo el procedimiento y aceptó vacunarse por miedo a que le prohíban circular en el corto plazo.Pospandemia: por qué una de las escuelas más modernas del país cambiará su método de enseñanzaCatalina llegó a la parroquia por el trabajo de los acompañantes pares, es decir de personas que estuvieron, como ella, en situación de calle, pero que ahora forman parte de organizaciones sociales que los ayudaron a salir. Ellos son una pieza clave del programa Efecto Mariposa, que fue ideado por los ministerios de Salud y Desarrollo Humano de la ciudad, para impulsar un plan de vacunación destinado exclusivamente para esa población. Les llevó dos meses organizar a profesionales, ONG, comunas y acompañantes pares. Hace tres semanas que comenzó y ya inocularon a más de 1000 personas.Los acompañantes pares recorren distintas zonas de la ciudad para informar sobre la vacunación (Hernán Zenteno/)Carlos, uno de los veinte acompañantes pares que esta en la posta de Liniers, tiene 44 años y pertenece a la Fundación Buenas Nuevas, una organización evangélica que acompaña a personas con problemas de consumo de drogas. Durante la pandemia, voluntarios de la ONG se acercaron a uno de los paradores de emergencia, donde estaba. Y le ofrecieron un cambio que asumió como un tiempo de rehabilitación, para estar lejos de sus adicciones. Una de las voluntarias, Jorgelina, le dedicó muchas horas de charla y le ofreció una oportunidad de trabajo que le permitió alquilar un lugar para vivir. “Sé lo que es estar en la calle. Vivía en La Boca y fui un drogadicto que estaba muy perdido. Tuve problemas con gente muy complicada. Los que están en la calle hablan solos porque se aíslan, porque nadie se les acerca”, cuenta.Minutos después de las 17, Carlos, “Pato” y “el Profe” salen, en grupo, de la parroquia, para acercarse a los que están en los alrededores y viven en la calle o en “ranchadas” y están aislados de las campañas y de los medios. No tienen celulares y tampoco acceso a información confiable. “Para encontrar gente hay que caminar, acercarse, hablarle, escucharla. Los que viven en la calle necesitan que se los escuche”, subraya Carlos.Cómo diferenciar el coronavirus de las otras enfermedades típicas del inviernoEl recorridoEn una plaza, en la esquina de Cuzco y Acceso Oeste, encuentran a una mujer sentada con sus bolsas y envuelta en frazadas. Se acercan y la invitan a vacunarse, pero ella les agradece y se niega. Dice que tuvo un ACV y el médico le indicó que no lo hiciera. No insisten, la escuchan. Se llama Adriana. Ella les cuenta que le robaron todo en el tren, que una amiga la espera, y que más adelante se vacunará.Nadie pide cuentas de nada, todos creen en la palabra del otro. Hay un pacto de confianza implícito. La idea es ofrecer la posibilidad de vacunarse, no asustar ni amenazar. “Me siento bien charlando con esta señora. El solo hecho de que ella te brinde su tiempo y exprese lo que le pasa es porque hay una necesidad de hablar y nosotros estamos para escuchar”, agrega Carlos.Él, junto a “Pato” y “el Profe”, sigue caminando. El ruido de los camiones y autos los ensordece y hablan alto. Cuando pasan por un destacamento policial, Carlos entra y averigua dónde puede haber más gente viviendo en la calle. Siguen las indicaciones, se acercan a una primera “ranchada”, comparten cigarrillos, la mujer que habita allí agradece la visita, pero les dice que todo su grupo está vacunado. Finalmente, les muestra dónde hay otras personas que podrían necesitar información.La posta de vacunación en el Santuario de San Cayetano, en Liniers (Hernán Zenteno/)Historias“Pato” es la más alegre del grupo. Es alta, habla fuerte y su presencia se siente en donde esté. Tiene 42 años, es pastelera, pero no ejerce. Está recuperándose en Casa Heredia, un centro de día en el barrio de Chacarita, que acompaña a personas con consumos problemáticos. “Vivía en la villa 31 y desde hacía 10 años que consumía. Son circunstancias de la vida por cosas que uno no puede asumir y a los problemas hay que enfrentarlos”, explica la mujer, que tiene seis hijos de entre 3 y 20 años, algunos de ellos en adopción. “Poco a poco, si sigo haciendo las cosas bien, voy a volver a vivir con todos. Hoy estoy solo con la de 16”, dice con tristeza. De ojos verdosos, tez oscura, cabello largo y una sonrisa contagiosa, camina con seguridad. “Es muy difícil despertarme cada día, no me puedo olvidar de las cosas de un día para el otro, pero estoy teniendo mucha ayuda y este trabajo me hace sentir que devuelvo un poco de lo que me están dando”, reflexiona.Empieza a oscurecer y es más difícil distinguir grupos de personas o casillas a la distancia. “El Profe” propone volver y todos están de acuerdo. Desde hace más de un año está, también, en Casa Heredia y allí da talleres de serigrafía. De ahí viene su apodo. Se está rehabilitando de una situación de consumo y no quería vacunarse, no confiaba, pero finalmente fue el primero en hacerlo para que los demás acompañantes lo siguieran. “Es muy difícil que la gente se te acerque sino generás un vínculo y para eso hay que saber acompañar. En general, salimos sin saber dónde hay ‘ranchadas’ y nos vamos arreglando”, aclara.Mientras caminan de regreso, se cruzan con una pequeña construcción de cartones bajo la autopista. Ya es casi de noche y la iluminación de la calle encandila. Aplauden para ver si hay alguien y sale una pareja joven. Le ofrecen la posibilidad de vacunación. El hombre agradece y dice que irá con su familia en un rato y que no es necesario que lo esperen. “Cuando te dicen así es porque no piensan ir”, explica “el Profe”, con experiencia y resignación. Al salir de la autopista en dirección a la parroquia, se cruzan con un grupo de niños y adultos que caminan en sentido contrario al de ellos, arrastrando bolsas y cartones. Les ofrecen vacunarse, pero ellos no frenan su marcha rápida y les dicen, al pasar por al lado, que vienen del santuario.Al llegar a la posta hay mucha gente a pesar de la hora. Algunos están recibiendo la dosis y otros esperan el tiempo de control posvacuna. A Carlos, “Pato” y “el Profe” les informan que ya inocularon a más de 200 personas y los tres se sientan a disfrutar de otro día de trabajo cumplido.Catalina ya no está. Le entregaron una constancia después de recibir la primera dosis y le indicaron que debía acercarse en dos meses para recibir la segunda. La enfermera que la vacunó, la acompañó a la salida y le ofreció una merienda. Esperó allí un rato para controlar posibles efectos adversos. Una vez que el tiempo terminó, el acompañante que la había traído se acercó y le dijo que podía irse. Tomó sus bolsas, se cerró el saco, se acomodó el gorro de lana colorado hasta taparse las orejas y se perdió entre la gente.

Fuente: La Nación

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