Francia, último campeón del mundo de la FIFA, queda afuera de la Eurocopa 2021, el primer torneo de selecciones y de proyección global que se juega con público (dejando atrás esa insólita marca estética de hinchas grabados como en las viejas comedias de tevé) en la aparente salida de la pandemia y la cultura playback.En la escena de la eliminación, según el punto de vista, hay un error deportivo del delantero francés o un acierto del arquero suizo. Pero esos segundos que cortan el aire, las definiciones por penales, son una forma alta del arte dramático, y dicen algo más que la inesperada eliminación de Francia y el pase a la siguiente fase de una Suiza que deviene granítica. Quien marra (anacronismo, ay, del relato radial de la infancia) es nada menos que Kylian Mbappé, la electrizante estrella de 22 años del París Saint Germain.Mbappé, francés, hijo de un camerunés (antigua colonia alemana) y una argelina (colonia francesa hasta 1962) es joven y negro. La misma condición que vuelve vulnerables a otros de su misma etnia que ponen la vida en riesgo tras el sueño europeo para no morir en la pesadilla africana. Así, un estudio reciente del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) revela que el 93% de los jóvenes africanos (ciudadanos de 39 países diferentes) que llegaron a Europa de forma irregular y riesgosa volverían a hacerlo.En tanto, el torneo de élite del fútbol (que mañana se define entre las selecciones de Inglaterra e Italia) es una muestra de esta complejidad geopolítica: entre los titulares y suplentes que salieron esa noche al Arena Na?ional? de Bucarest (Eurocopa multisede esta) dieciséis eran afrodescendientes. Y aunque los partidos comiencen con esa coreo en que los jugadores replican la pose fatal de George Floyd asfixiado como esculturas de Rodin, cuando la cámara recorra gozosa la tribuna ocupada en un 30% solo encontrará lo que el ojo cultural naturaliza, aún, como europeo: mayoría de blancos exhibiendo los colores de Francia o Suiza, ningún asiento para los Mbappé o Akanji (suizo hijo de nigerianos) invisibles que atraviesan el continente siguiendo el trayecto de un boomerang que vuelve sobre los mismos pasos del colonialismo extractivista. Así como bajo el mando del rey Leopoldo II la flamante Bélgica del siglo XIX expolió al Congo de sus recursos naturales (caucho y marfil) convirtiéndolo en un campo de trabajo forzado, ahora necesita cuidar la salud del goleador Romelu Lukaku (Amberes, 1993) para mantener su primer lugar en el ránking FIFA. De una táctica que hereda aquella impuesta por el Ajax de Ámsterdam en los años 70 y de la potencia de este descendiente de los sobrevivientes del genocidio congoleño (más de 10 millones de muertos entre 1885 y 1908) depende la suerte de los así llamados “diablos rojos” que no alcanzaron empero las semifinales.Hinchas ingleses, ataviados como cruzados de la Edad Media (Thanassis Stavrakis/)El espectáculo del field (en términos deportivos esta Eurocopa es formidable) y el de las graderías elevan la misma pregunta: ¿qué es Europa en 2021?A la complejidad multirracial de las selecciones nacionales (cuyos himnos heredados del romanticismo siguen sonando) se le opone un público que parece ir todavía más atrás en su carnaval identitario: ya no los colores de los Estados nación formados entre el tratado de Westfalia (1648) y la Primavera de los Pueblos (1848), sino signos atávicos, tribales.Así, suecos y daneses se dejan ver con cascos y trenzas que aluden al outfit vikingo (revitalizado por la serie producida por History Channel); escoceses con el tradicional kilt; ingleses o checos con uniformes medievales (esos de los soldaditos de colección); italianos (un gentilicio moderno) que, ataviados como centuriones del Imperio, exigen el copyright que el Coliseo romano pareciera tener sobre todo espectáculo de masas. Esos valores (aunque fuera por intereses deportivos) de tolerancia y multiculturalismo puestos en juego (literalmente) en la cancha parecieran ser contradichos por el público arraigado aunque fuera en forma festiva a esos símbolos nacionales y aún prenacionales.A los inmigrantes o a sus descendientes se los celebra como deportistas de élite mientras las sociedades giran hacia soluciones eurófobas como el Brexit o liderazgos autócratas que responden con demagogia a las demandas xenófobas del electorado y el callejón sin salida de la socialdemocracia. Tal es el caso de la misma selección de Inglaterra (la más dinámica y virtuosa en décadas) vertebrada, como la de Francia, por afrodescendientes (35 años atrás, cuando Maradona convirtió el gol del siglo, el team era, excepto por un jugador suplente, cien por cien british).En ese sentido, resultó muy lúcida la intervención que el delantero del Manchester City y figura de la Premier League Raheem Sterling (nacido en Jamaica) hizo durante el affaire Cavani, cuando el delantero uruguayo fue sancionado por la Federación Inglesa de Fútbol (FA) por utilizar el vocativo rioplatense “negrito” en un posteo de Instragram. “Esto no trata solo de hincar la rodilla; también hay que dar a la gente las oportunidades que se merecen”.La gente, para Sterling, son todos los que como él llegaron a Europa y no tienen lugar ni en la cancha ni en la platea. Sterling, que lleva un nombre de origen árabe, sabe de lo que habla. Tiene un arma tatuada en la pierna para recordarse que así, de un disparo, mataron a su padre en Kingston cuando tenía apenas dos años. Su vida siguió luego una sinopsis digna de una película de Ken Loach. Su madre emigró a Londres y él permaneció con su abuela en América hasta que pudo integrarse con sus hermanos en Liverpool y ayudarla en las tareas de mantenimiento en un hotel. El fútbol hizo el resto.Eurocopa multicutural. (Victoria Jones/)El síntoma se traslada del mismo modo a quienes median entre la pantalla global y sus espectadores. Mientras relatores y comentaristas se esfuerzan por adaptarse a la denominación Países Bajos (que se supone contempla distintas regiones e identidades muy antiguas) en lugar de la acostumbrada Holanda (que hizo del fútbol total su marca país) insisten con denominaciones que se espejan en el carnaval kitsch de la platea. Así, en un alarde de etnografía inadecuada se habla de “equipo galo” para la selección de Francia; “teutón” para los alemanes o el más exquisito “magyar” para la descolorida escuadra húngara (la Eurocopa es también un muestrario de la desigualdad este-oeste: los hijos de la exYugoslavia se reparten entre selecciones adoptivas centroeuropeas) que supo brillar entre los años 50 y 70.Se sostienen también en el imaginario categorías que aluden a los tiempos del Imperio Romano, una Europa bárbara que pareciera latir todavía, muy por debajo. ¿De qué forma la palabra galo, relativa a una región que incluía partes de las actuales Suiza, Bélgica y Alemania puede aplicarse a jugadores como Paul Pogbá, N’Goló Kanté, Moussa Sissoko o el mismo Mbappé? ¿Y como se puede señalar como teutona a una tribu de la península de Jutlandia, a jugadores que visten la casaca de Alemania como Jamal Musiala, Leroy Sané o Emre Can, todos producto de migraciones dentro y fuera de Europa? Ni siquiera se puede corroborar que lo sean aquellos que dan con el physique du rol germánico como el arquero Neuer o los talentosos volantes Toni Kroos y Thomas Müller. Nadie se refiere a los españoles como celtíberos, ostrogodos o a los italianos (dos de las selecciones con menor densidad de no-europeos) como etruscos, por caso. Es como si se invirtieran las posiciones culturales: las selecciones europeízan a los hijos de naciones todavía fragmentadas por disputas étnicas, mientras el espectáculo demanda que los fanáticos se tribalicen como en los tiempos de Ásterix.Dos años antes de que Francia obtuviera su primera copa del mundo en 1998, el líder de la extrema derecha Jean Marie Le Pen se había mostrado alerta por la composición multiétnica de la selección de fútbol: “Es artificial que hagamos venir jugadores extranjeros para bautizarlos como equipo de Francia. La mayoría no lo canta, o visiblemente no se saben La Marsellesa”. Su hija y sucesora en el espectro ultranacionalista de la política francesa Marine Le Pen no salió a pedir la cabeza del joven Mbappé por perder el pase a los cuartos de final. Es coherente: tampoco los éxitos obtenidos por un equipo que lleva años de mestizaje afro-árabe-francés le harían revisar sus ideas sobre la superioridad blanca. Tampoco al electorado que busca entronizarla en el poder.

Fuente: La Nación

Comparte este artículo en: