Cada vez que Cristina Kirchner sale a escena, quienes todavía mantienen contacto con la realidad se salen de la vaina. La mentira produce una reacción en la que se mezclan la indignación moral con la necesidad más íntima de aferrarse a la cordura. Es decir, va mucho más allá de la política. Ante un gobierno empeñado en empujar a la sociedad al abismo de la alienación, ante un discurso que desde lo más alto del poder subvierte con descaro la naturaleza de los hechos, se trata de preservar la sanidad mental. De esta conciencia que resiste el engaño depende que el país entero no se despeñe a ese oscuro reino de la fantasía donde la felicidad se construye multiplicando la pobreza. La felicidad de unos pocos, claro.A esta altura, sin embargo, cansa detenerse en las palabras de la vicepresidenta. Tan apegada está a la fórmula con la que produjo la hipnosis de medio país que sus frases resultan previsibles, aunque cada tanto alguna de ellas, por el derroche de osadía, despierte la sospecha de que la señora ya se encuentra instalada en esa dimensión paralela adonde se ha propuesto llevar a la sociedad argentina. ¿Cree en lo que dice? Hay misterios insondables y la mente humana es uno de ellos. Menos dudas tendría en afirmar que nadie en la política argentina tiene tan claros sus objetivos y los dispositivos que ha de activar para intentar alcanzarlos. Esos recursos se activaron en el discurso de anteayer tal como sucede cada vez que habla. Me refiero a la falta de respeto a la verdad, la victimización, la proyección en los otros de sus propias faltas y actitudes (empezando por la estimulación del resentimiento y el odio), y el rechazo sistemático de la responsabilidad que se desprende de sus actos para depositarla, siempre, en los demás.Eso no cambia. Pero sí cambia la realidad. Y en lo que hace al país, para peor. Ante la falta de vacunas y testeos, un gobierno preocupado por la proliferación de los contagios frente a la amenaza de la variante delta despliega su soberbia y autoritarismo en restricciones carentes de racionalidad que les quitan a miles de argentinos la posibilidad de volver a su país, después de haber quebrado la economía con una cuarentena sin fin y de haber convertido el plan de vacunación en otra oportunidad para sumar poder y privilegios de casta. Y todo mientras la colonización de la Justicia no conoce respiro y el Estado avanza, como con la Hidrovía, en la apropiación de los recursos para utilizarlos en beneficio de la facción que gobierna y no del conjunto. Esto no es un prejuicio: a la concepción del Estado del kirchnerismo no hay que buscarla en los libros o en sus intelectuales, sino en el expediente de la causa de los cuadernos.Todo esto explica la mala gestión de la crisis. La Argentina, ubicada en el fondo de un ranking de 53 países, por debajo de Filipinas y la India, es el peor país para pasar la pandemia. No lo dice la oposición, sino un informe de la agencia Bloomberg. Contrastadas con esta realidad, las palabras de Cristina Kirchner y de Alberto Fernández valen muy poco y se revelan como armas del engaño y la manipulación. A pesar de esto, no habría que desestimar las posibilidades electorales del oficialismo, afincadas en la enorme maquinaria clientelista montada por el peronismo durante décadas y perfeccionada por el kirchnerismo (especialista en obtener sumisión a cambio de dádivas, subsidios y giros de caja), y en el poder residual de un relato cada vez más gastado.Por esto, más que en lo que dice Cristina Kirchner, hay que poner los ojos sobre la sociedad. Los manipulados por el relato son víctimas de dos errores. Primero, confunden la derecha (la dictadura fascistoide de Venezuela, por ejemplo) con la izquierda. Y segundo, creen que la lucha por los desposeídos hoy es encarnada por su adorada líder, que se ha enriquecido junto a su familia, sus secretarios y sus funcionarios, dejando más pobres a los pobres. Difícil que puedan liberarse de la hipnosis.Más de la mitad de la sociedad argentina, sin embargo, es consciente del engaño. La mayoría está despierta, podríamos decir. El problema es que esa mayoría irá a las urnas dispersa frente a la unidad del oficialismo. Esto, sumado a la convicción de que sin 2021 no habrá 2023, exige una respuesta mucho más determinada por parte de la oposición. En lugar de estar disputándose las candidaturas, los dirigentes de Juntos por el Cambio, y en especial los de Pro, deberían esforzarse en ampliar la coalición para integrar a ella a todos aquellos partidos que estén dispuestos a defender la democracia republicana. Claro, esto no se consigue anteponiendo el egoísmo y la ambición personal. Por el contrario, el deber de esa oposición es ofrecer al electorado una alternativa en la que creer, una nueva épica colectiva, la imagen de otro país posible que, seguro, no llegará a perfilarse si no se ha aprendido nada y prevalecen las mezquindades de siempre. Eso es al menos lo que esperan los millones de argentinos que son conscientes de los objetivos del kirchnerismo y que aspiran a no verse defraudados por aquellos en quienes han depositado su esperanza.

Fuente: La Nación

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