“Todos conocen la diferencia que hay entre un amigo y un conocido”, afirma el sociólogo estadounidense Mark Granovetter, de la Universidad de Stanford, precursor en el estudio de los “vínculos débiles”. En 1973 escribió en el American Journal of Sociology un artículo ahora clásico titulado precisamente “La fuerza de los vínculos débiles”. Allí sostenía: “La fuerza de un vínculo es una combinación lineal del tiempo, la intensidad emocional, la intimidad, la confianza mutua y los servicios recíprocos que lo caracterizan. Cada uno de estos aspectos es independiente del otro, aunque el conjunto esté altamente interrelacionado”. A mayor cercanía, experiencias compartidas y frecuencia de encuentros presenciales, más fuerte es el vínculo. Y entre todas nuestras relaciones, los vínculos fuertes son minoría. Hasta antes de la pandemia, dice Granovetter, la mayoría de esas relaciones eran con “conocidos”, personas que contactábamos social, laboral o profesionalmente, a las que veíamos poco y con propósitos específicos. Sin embargo, según su teoría, sin un gran número de vínculos débiles tendríamos una visión del mundo bastante reducida y sin fuentes de ampliación y enriquecimientos. Nos encontraríamos sola y frecuentemente con amigos íntimos y con familiares, es decir con aquellos con quienes compartimos cosmovisión, historia, gustos, ideas. Habría poca o nula diversidad.Para este sociólogo, las cuarentenas y distanciamientos sociales contribuyeron a que frecuentáramos más a estos “vínculos débiles”, ya fuese por razones laborales, por aburrimiento o por reflotar relaciones dispersas u olvidadas. Hemos vivido más tiempo en las redes sociales y allí pudimos estar en contacto habitual con personas geográficamente lejanas, cosa que no ocurría en la era pre Covid-19. Así se ampliaron horizontes sociales y laborales, señala. Y emergió la faceta fuerte de los vínculos débiles.Sin embargo, también ocurrió lo contrario. Vínculos que creíamos fuertes o cuya profundidad e intensidad dábamos por sentadas, mostraron su debilidad. Acaso la pandemia haya traído la oportunidad de poner al día nuestros vínculos, de sincerarlos, de despojarlos de lo aparente para adentrarnos en lo real, como quien pela una fruta y encuentra su pulpa. Igual que el amor, la amistad es un punto de llegada y no de partida. Se construye en el tiempo y atravesando todo tipo de circunstancias, desde las gozosas hasta las dolorosas. Es un proceso de mutuo descubrimiento, conocimiento y aceptación que requiere presencia y paciencia. Finalmente, la amistad verdadera revela su volumen y su profundidad en las situaciones excepcionales, mientras que durante el resto del tiempo se cocina a fuego lento y permanece como un puente que nos permite salir de aquello que Erich Fromm llamaba “separatidad” (la angustia de ser único e intransferible y, por lo tanto, el temor de no poder ser entendido) para encontrarnos con el otro, representado por el amigo.Por todas sus características la amistad nunca puede ser multitudinaria. Podemos tener muchos conocidos y contactos, pero pocos amigos. En un reciente artículo publicado en The New York Times, la ensayista Kate Murphy dice que un estilo de vida ajetreado, frenético, superficial y narcisista, como el que venía predominando, nos había hecho creer lo contrario. A su vez el antropólogo británico Robin Dunbar afirma que la capacidad cognitiva de los humanos permite tener hasta 150 relaciones, pero solo 4, o como máximo 6, amigos íntimos. Y esta relación de nivel superior solo puede mantenerse si los sentimientos y las acciones son mutuos. Si fluyen desde ambas orillas. Las demás relaciones, con o sin pandemia, se renuevan cada cinco o siete años. Quizás el virus haya venido, entre tantas otras cosas, a preguntarnos quiénes son nuestros verdaderos amigos. Y es tiempo de revisar y responder.

Fuente: La Nación

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