No necesito siquiera cerrar los ojos, incluso hoy, para poder verlo con claridad meridiana. Tanta claridad como para saber, por el sol que me pega directamente en la cara impidiéndome sonreír hacia donde está la cámara, que es poco antes del mediodía. El viento impiadoso de Miramar afloja un poco el calor del verano y me despeina el poco pelo que tengo. Estoy apoyada en un cantero de cemento, invariablemente desprovisto de las flores que debería contener, de esos que se contaban por decenas en los chalets de fines de los 70 en la costa bonaerense. El clic del obturador y el tironeo del rollo de la Instamatic de mi papá hasta preparar la siguiente foto son lo último que aparece antes del fundido a negro. Según el almanaque de vacaciones familiares que aún conservan mis padres, es imposible que ese recuerdo sea real. No debería poder recordar algo que ocurrió -si es que ocurrió- cuando tenía dos o tres años. Tiendo a estar de acuerdo con su valoración, dado que soy incapaz de recordar buena parte de mi infancia, los nombres de mis compañeros de dos colegios primarios distintos e incluso el nacimiento de mi hermano menor cuando tenía siete. Pero no tiene importancia si es un recuerdo real o un engaño de mi mente. La película sí es verdadera, y más de cuarenta años después, puedo proyectar esa película en el “ojo de mi mente” cuantas veces quiera, siempre con los mismos detalles y siempre vívida en las sensaciones que transmite: el calor del sol, el encandilamiento de la luz, el viento molestísimo. Damos por sentada esa habilidad para convocar recuerdos en forma de imágenes, pero hay decenas de millones de personas en el mundo que no tienen un “cine de la memoria”, según el neurólogo británico Adam Zeman, quien ha dedicado su carrera al estudio a la condición que denominó afantasía. Su historia es objeto de una investigación que siguió de cerca el periodista Carl Zimmer de The New York Times.El “paciente cero” había llegado al consultorio de Zeman en 2005 tras convencerse de que había perdido la imaginación visual tras una cirugía menor en el corazón (es el planteo de una comedia romántica, ¿no?). Desde entonces, su equipo de científicos desarrolló un cuestionario especializado para determinar si los participantes carecían de imágenes mentales, y han registrado las experiencias de 12.000 personas, muchas de las cuales afirmaban haber nacido sin esa capacidad ¿Cómo compartir una experiencia tan íntima y subjetiva como la forma que toman el cruce entre los sentidos y los recuerdos? La respuesta, como dirían en Twitter, los sorprenderá: con palabras. “Es como palpar la forma de una manzana en la oscuridad”. “Es como pensar en radio”. El equipo de la Universidad de Exeter que encabeza Zeman estima que el 0,7% de la población mundial puede haber nacido con afantasía, mientras que el 2,6% experimenta una condición opuesta, la hiperfantasía, la capacidad de conjurar imágenes mentales indistiguibles de la realidad experimental. Es precisamente la búsqueda de palabras para definir los contornos de una ausencia lo que impulsa la angustiante La policía de la memoria, de Yoko Ogawa (Tusquets), donde los habitantes de una isla muy parecida a Japón pierden la capacidad de recordar objetos y seres vivos a medida que estos desaparecen, víctimas de esta fuerza de olvidadores. Con las esmeraldas, las rosas, los perfumes y las estampillas también desaparecen una parte de ellos mismos. “Una mañana de un día cualquiera, al despertar, algo se habrá esfumado de tu vida, dejando intacto lo demás”, explica la madre a la hija antes de ser llevada por los perseguidores. La joven luego protegerá a su editor, quien conserva intactos sus recuerdos. El incesante trabajo de la la Policía de la Memoria es tan plausible que a lo largo de la lectura de la novela, no es extraño repetir para uno “esmeralda”, “rosa”, “estampilla”, “perfume” y convocarlos -ya no allá afuera, sino aquí adentro- para cerciorarse de que aún están ahí.
Fuente: La Nación