Un jarrón. En un posible museo de los años 90 argentinos, protegido por una cápsula de acrílico, debería poder observarse con la curiosidad extrañada que dan los años aquel jarrón de terracota que adornaba el living del empresario Guillermo Coppola en el que la policía encontró 40 gramos de cocaína. El insignificante jarrón, modelo de la pintura aficionada del siglo XIX, y su contenido revelado en octubre de 1996, no solo lo involucraba como la cabeza de una supuesta organización narco sino que también redefinió la idea de lo mediático, llevando el caso de la intimidad de los tribunales a una exposición full time en la televisión. No solo porque Coppola era el sacerdote de la noche menemista capaz de conectar a Maradona con el resto de los mortales; el así llamado “Caso Coppola” desbordó las costuras entre noticia y entretenimiento (Infotainment) como nunca antes se había visto hasta orillar las costas del reality show (que llegaría cuatro años después con Expedición Robinson, antesala de la saga Gran Hermano) pero de la ficción misma también. Así, la trama entre lo judicial, lo político y el espectáculo de la noche convirtió en celebrities (hoy hubieran sido influencers) a dos jóvenes desconocidas: Samantha Farjat y Natalia Denegri. De las chicas Olmedo de los 80 se había pasado a las chicas Coppola y de la picaresca de los Sofovich a las estrategias de Mauro Viale, convertido en una suerte de neoMigré que trabajaba como arcilla (¿como la terracota del jarrón?) el expediente y sus personajes en el mismo horario antes ocupado por las telenovelas. El jarrón, entonces, como objeto de época y lo decorativo como anticipo de lo que vendría, por fuera del entramado político-judicial: la exposición de la intimidad y la entera disposición de la población como casting. Ya fuera para cantar, bailar o cocinar. O peor: para ponerle cara (pixelada, si los productores conservan algo de pudor o piedad) a la exclusión y sus daños colaterales en portales y canales de noticias que han llevado el vecinalismo al extremo de cerrar la pantalla al mundo. Que se abre, cada tanto, por eventos extraordinarios como la pandemia.Que el menemismo, en su espectacularización de la política y viceversa, haya sido una cultura no significa que toda la cultura de los años 90 pueda definirse como menemista. Pero aun aquellas manifestaciones que intentaron despegarse de su influjo de “lujo y vulgaridad” fueron afectadas por los reflejos de su imaginaria bola de espejos. Cuando Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota definieron eso de que “el lujo es vulgaridad” era 1991 y era demasiado pronto, pero ya había un diagnóstico en marcha. La tan mentada “tinellización” de la cultura que la intelligentsia de la época repetiría como un mantra sin poder leer sus propias contradicciones estaba en pañales: el futuro dirigente del fútbol y presidente de Celebrityland (según lo definió Beatriz Sarlo en La audacia y el cálculo, 2011) recién había saltado de un noticiero deportivo de medianoche a Ritmo de la noche, la plataforma de lanzamiento de una hegemonía mediática que recién hoy, veinte años después, pareciera dar signos de fatiga. Aquello de lujo y vulgaridad entremezclados funcionaría en el último estertor del underground para un diseñador como Sergio De Loof (consagrado artista por el Museo de Arte Moderno en 2020 poco antes de su muerte) pero más para un empresario del arte como resultó ser el antes zar de la moda Alan Faena, parapetado en su bunker rococó de Puerto Madero, primero, y en su ambicioso complejo en Miami después, ahora.Miami devino la capital simbólica de la Argentina atravesada por los beneficios efímeros de la convertibilidad. Así lo entendió el diseñador gráfico Alejandro Ros, a quien le tocó en el cierre de la década (1999) pensar la portada para el álbum Miami de los Babasónicos. Ros llevó a cabo una operación ya anticipada por Joaquín Torres García en su inversión del mapa americano, ubicando al sur como norte absoluto. Solo que giró 180 grados la forma de la Mesopotamia argentina hasta hacerla coincidir con la de la península de Florida en un reflejo del éxodo consumista que tocaría fin muy poco después. Cuando la “tinellización” ya era capaz de hacer trastabillar al presidente De la Rúa antes en un estudio de televisión que en su propio despacho oficial.Es en esta pieza de diseño gráfico donde se revela el síntoma aquel que venía encerrado en un banal jarrón de terracota. Era la cocaína pero también toda la época (y un anticipo de lo que vendría) lo que afloraba si se lo frotaba cual lámpara de Aladino o si se lo rompía a martillazos en un operativo que, fiel a la cultura de la que formaba parte, se revelaría fake, operación de una justicia también adicta a los brillos del show. Que allí empezó y ya no se detendría. Ni con Maradona muerto.
Fuente: La Nación