Los seres humanos tomamos las principales decisiones pensando en el mediano y largo plazo, desde formar familia, criar a los hijos y brindarles una buena educación, por caso.Pensar en el largo plazo es un axioma de aceptación común en sociedades con suficiente conciencia sobre su destino de nación. Nada más absurdo que el argumento de que la preocupación sobre el futuro nos distraerá del arreglo efectivo de las demandas más urgentes de la actualidad. Por el contrario, facilita la resolución de problemas que, de otro modo, se repetirían una y otra vez. Ese tipo de ejercicios nos permiten reflexionar y aprender de los errores para evitar incurrir nuevamente en ellos.A pesar de constituir una verdad de Perogrullo probada hasta el cansancio, en nuestro país ha desaparecido el largo plazo como orientador del andar de los gobiernos. Suelen caer también en tales tropiezos no pocos individuos, familias y empresas. Digámoslo con la mayor franqueza: la Argentina de las últimas generaciones se ha convertido en el reino del cortoplacismo. Una inmensa mayoría de los pronunciamientos, particularmente de la política, se adoptan para atender emergencias, a puro impulso emocional y con olvido de las sabias leyes de la previsión.Se posterga así sine die la conjuración de las causas de fondo de nuestros males, de tal manera que continuamos estrellándonos con ellos en un eterno día de la marmota. Se pasa por alto que la emisión descontrolada de dinero nos condena a la inflación; que la impunidad de la corrupción lleva a otros a la emulación de conductas delictuosas que se cometen desde lo alto del poder, y que la condición del país de deudor serial de los acreedores externos constituye un caso único en el mundo.FIFAgate: un banco suizo admite que lavó US$ 25 millones para Julio Grondona y sus herederosLa reiteración de fórmulas fracasadas solo puede provocar un mismo resultado. Gobierno y sociedad nos manifestamos zigzagueantes, sin rumbo, sin ideas nuevas, dando vueltas siempre sobre lo mismo.Las consecuencias del paradigma del cortoplacismo que abraza nuestro país se manifiestan en los niveles crecientes de pobreza estructural e inflación, en la desinversión y la caída del PBI, en la destrucción del empleo, en el endeudamiento incontrolable, en el quebranto del fisco y en la pérdida del valor de la moneda. Si volvemos nuestra mirada al pasado, podremos constatar con tristeza que desde hace más de 50 años solo hemos profundizado nuestros viejos problemas.La extinción de la mirada de largo plazo, tanto en el pensamiento como en la acción, ha sido la obra más clara y más definitoria del populismo. No hay porvenir para un país gobernado sistemáticamente con recursos políticos y morales fundados en los mezquinos cálculos electorales. Se ha destruido de ese modo una parte considerable del capital institucional, social y económico de la República sin que los responsables atinen a admitir las derivaciones de comportamientos tan individualistas como narcisistas que los reflejan con la fidelidad de los espejos y que derivan en un suicidio colectivo para la sociedad.El presidente Alberto Fernández se ha declarado contrario a los planes, incluidos los económicos y a excepción de los asistenciales. Futuro es una palabra que ha desaparecido del discurso de muchos de nuestros gobernantes. Las familias y las empresas no pueden proyectar en tales condiciones aspectos esenciales para su desenvolvimiento. Vivimos al día y mal.La crisis sanitaria que sufrimos ilustra sobre esta situación tan generalizada. A más de un año de haberse iniciado la pandemia de Covid-19, volvemos a aquella prolongada y rabiosa fase 1 impuesta desde la incapacidad de anticipar sus efectos a futuro, sin que se hayan tomado a tiempo las medidas indispensables a fin de que lleguen las dosis de vacunas que se necesitan. De haber contado más temprano con ellas, tal como se había prometido con jactanciosa vanidad, se habría reducido sensiblemente el número de contagios y de muertes que enluta al país y se hubieran morigerado los devastadores efectos económicos. Hasta una cuestión tan sensible como la salud pública ha estado manchada por puerilidad administrativa y corrupción, y por evidencias de peligrosa contaminación ideológica.La Argentina es considerada en el mundo dentro de una categoría especial para ilustrar la decadencia de una nación que, habiendo sido rica, se encargó de destruir gran parte del capital social y económico edificado con el esfuerzo de sucesivas generaciones. Retomar el sendero del desarrollo exige nuevos liderazgos que actúen anteponiendo el interés general a la mezquindad personal y apuntando a concretar los cambios que el largo plazo impone en lo inmediato.Urge, pues, alentar a la sociedad a que se aúne en la voluntad por un cambio rotundo de orientación. Construir los consensos que el largo plazo demanda implica un enorme desafío que deberán encarar nuevas generaciones de líderes, dispuestos a asumir un compromiso diferente con nuevas recetas. Anclarnos a las voces que hoy pretenden conducirnos hacia un cúmulo de promesas incumplibles solo hará que nos tape el agua. No tenemos tiempo, pero solo el tiempo puede salvarnos. Apostemos a edificar la nación del futuro sin demoras.
Fuente: La Nación