Pocos placeres más burbujeantes que releer las vidas de las estrellas. En buena medida, sus biografías se confunden con sus cinematografías. Por eso es fácil ceder a la tentación de imaginar -especialmente en estos días de cines cerrados y ceremonias del Oscar empecinadas en bajar del pedestal a sus protagonistas- a un ghostwriter dándole forma dramática a su relato con un tercer acto memorable en el que la estrella prueba a todos que aun puede brillar, aunque sea con el traslado a la página de su personalidad “más grande que la vida” Y, por qué no también revelar algo sobre nosotros mismos, una especie de reflejo exaltado de una experiencia universal.Permítaseme hacer mi duelo aquí por un subproducto genial del sistema de estudios de la era de oro: las autobiografías de los intérpretes de antaño, decididas a corregir las percepciones públicas acuñadas por los publicistas a sueldo de sus empleadores o, por el contrario, certificar que todo lo que creíamos sobre ellos era así y mucho más. La mayoría de los grandes actores “en edad de dictar sus memorias” prefiere callar. Otros, en lo que es un trago aún más amargo, eligen la vía de la hagiografía. Las excepciones, por supuesto, son la norma: Tom Hanks prefiere dedicarse con bastante éxito a la ficción, Shirley MacLaine viene publicando volúmenes autobiográficos con suerte diversa y oscilante espiritualidad desde hace más de medio siglo; Carrie Fisher nos dejó con tres volúmenes dignos de sumar a cualquier biblioteca como Postales del abismo, Wishful Drinking y El diario de la princesa y Jane Fonda, por suerte, todavía está en condiciones de actualizar su espléndido My Life So Far (2005).La falta de sorpresa al leer biografías de intérpretes contemporáneos, que suelen publicarse con cuentagotas en castellano, es directamente proporcional a la cantidad de trivia que manejamos sobre sus vidas. Si tuviésemos que analizar la tendencia editorial actual, diríamos que toda autobiografía de estrellas tiende a una encomiable pero monocorde parábola de superación (la más reciente es Inside Out, de Demi Moore), donde todo confluye en una cuasibudista aceptación de las dificultades en su carrera o las tragedias de la vida. Seguramente no es lo que lectores cínicos como quien esto escribe esperan sacar en limpio de la experiencia.Joyas de la megalomanía, la autodestrucción y el desfalco como El chico que conquistó Hollywood, de Robert Evans, o You’ll Never Eat Lunch in this Town Again, de Julia Phillips, serían impensables en el clima actual, víctimas de un batallón de especialistas en manejo de crisis, estudios jurídicos con cartas documento entre los dientes y ejecutivos de estudios dispuestos a silenciarlos a toda costa (podrían simplemente dejarlos a merced de Twitter). Acaso las autobiografías que creemos que jamás se escribieron residan en incontables cajas fuertes, listas para una publicación que jamás llegará.Cada lector y cada cinéfilo tendrá sus favoritas, pero en mi caso, el plus reside en el estilo literario del retratado: con esos parámetros, es posible que la mejor autobiografía de una estrella de Hollywood sea la de Lauren Bacall, Por mí misma. Por la vida retratada, por las películas realizadas, y por el encanto y la sinceridad empeñados en relatarlos, es uno de esos volúmenes capaces de provocar asombro: quién pudiera tener una vida como esa y ser capaz de contarla de ese modo.Lulú en Hollywood, de Louise Brooks, un talento descomunal que rompió todos los moldes que encontró en su camino de Kansas a la inmortalidad, y el dickensiano Mi autobiografía, de Charles Chaplin, capaz de hacer llorar “con ruido” en sus pasajes más inspirados, tampoco deberían faltar en la selección, que tiene su contrapunto desopilante y decadentista en las memorias de Peter O’Toole, Loitering with Intent y The Apprentice.Son además reliquias de un mundo, el del espectáculo, que ha cambiado irremediablemente en todo salvo en lo esencial. Como dijo James Baldwin sobre Bette Davis (cuyo mejor ejercicio literario, más allá de su autobiografía, fue su epitafio, “Lo hizo de la manera difícil”): “Uno no va al cine para verlos actuar. Uno va al cine para verlos ser”.

Fuente: La Nación

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