Uno de los efectos inquietantes de los últimos meses es la conquista que el mundo remoto viene haciendo de mi celular. Siempre hay un alma samaritana –mi troupe familiar es entusiasta y de poco valen mis negativas– que considera que voy a disfrutar de tal o cual aplicación y, sin más, la descarga. ¿Consecuencia?: como si no bastara con las presiones del propio superyo, ahora también me persiguen las súplicas de una conocida app para practicar idiomas, las novedades de una editorial francesa y un sinfín de partidas históricas de ajedrez.No las desactivo, contra todo, porque siempre dan pie para algún asombro. Las notificaciones del sitio Daily Art, por ejemplo, propone una pintura o dibujo diario. Gracias a ellas sé ahora que Eduard Munch no solo creó El grito, sino que tenía una original tendencia a fotografiarse como vino al mundo. O que la italiana Artemisia Gentileschi es algo más que una simple barroca deudora de Caravaggio.Hace poco –en estas contemplaciones exprés de mediodía– fui desconcertado por un desnudo firmado por Modigliani. No hubiera reparado en él sino fuera por la retratada: Anna Ajmátova, una “poeta de gramática tan precisa” –decía Joseph Brodsky– que sabía aprovecharse como nadie del verso clásico, ese enemigo de todos sus contemporáneos.Que la presencia de Ajmátova obnubilaba a los artistas de las primeras décadas del siglo pasado, incluido al italiano, lo sabía por el mismo Brodsky: “Con su metro ochenta, de pelo oscuro, piel clara, ojos de un gris verdoso y pálido como los de los tigres polares, su esbeltez y su increíble agilidad, durante medio siglo fue pintada, moldeada, esculpida y fotografiada por una multitud de artistas, empezando por Amedeo Modigliani”, anotó en uno de los ensayos de Menos que uno, sin señalar que la intimidad entre pintor y poeta había llegado al grado del desnudo.El dibujo recibido me llevó a averiguar algo más sobre el vínculo entre esos dos artistas que, a priori, tenía por perfectos negativos. Ajmátova (1889-1966) –se llamaba Anna Gorenko y el mandato paterno la llevó a firmar sus libros de poesía con seudónimo para “no manchar” el apellido familiar, de origen noble– viajó en 1910 a París recién casada con su primer marido, el historiador Nikolai Gumiliov. Se ignora cómo se conoció con Modigliani (1884-1920), judío italiano que se movía en lo más pobre de la bohemia, y es hoy identificable por sus cuadros de figuras y rostros estilizados que parecen tácitamente homenajear las facciones de Ajmátova. En todo caso, se conocieron en ese viaje y hubo un posterior intercambio de cartas. Al año siguiente la poeta se escapó de Rusia para pasar unas frenéticas semanas con el pintor en la capital francesa, que es cuando Modigliani habría realizado una gran cantidad de estudios, entre ellos los dieciséis dibujos que le entregó a ella (al parecer solo se llevó uno a Moscú, el menos comprometedor).Contra lo que le gusta pensar a nuestra mirada retrospectiva –es lo que vuelve tal vez más misterioso el encuentro–, ni el pintor ni la escritora eran todavía conocidos. Ajmátova pronto se volvería una celebridad poética en Rusia, mientras el zarismo se desintegraba. Modigliani se volvió legendario después de su muerte, aunque su miseria final no se debió tanto a la indiferencia de los coleccionistas como a su obsesión por la pureza de su arte (lo retrata bien Montparnasse 19, la enorme película de Jacques Becker).Ajmátova –que llegaría a escribir algún poema sobre aquel amor meteórico– soportó con estoicismo sus propias desgracias. El estalinismo la condenó al silencio editorial, le mató dos maridos y mandó a la cárcel a su hijo. Solo al final de su vida, el deshielo de los años sesenta permitió que su obra y ella misma empezaran a circular en el exterior. Seguramente debía recordar aquellos dibujos distantes como puros espejismos de otra era, sin imaginar que hoy nos seguirían alcanzando, como me acaba de ocurrir, por las vías más inesperadas.
Fuente: La Nación